Espacios transpuestos: haciendo etnografía entre el campo y la ciudad

José Luis Escalona Victoria*

Resumen: El objeto antropológico es siempre transpuesto ―en tanto sitio de conexiones y flujos sociales—; así, hacer etnografía implica tomar en cuenta esa condición transpuesta y entender las implicaciones locales de dinámicas sociales más amplias ―las relaciones de poder y sus cambios en un momento histórico dado—. Con esta perspectiva se hace una aproximación a ciertos cambios en las relaciones sociales ocurridos en la segunda mitad del siglo XX, a través del contraste de fragmentos de vida de dos personas que habitan un asentamiento periférico de una ciudad del sureste de México: el barrio Ojo de Agua de la ciudad San Cristóbal de Las Casas, Chiapas.

Palabras clave: antropología del espacio, antropología del poder, San Cristóbal de Las Casas, Chiapas.

Transposed spaces: doing ethnography between the country and the city

Abstract: The anthropological object is always transposed ―as it is a site of connections and social fluidity―; hence, doing ethnography implies taking into account this transposed condition and enlightening the local implications of wider social dynamics ―the changing power relationships in a particular moment―. From this perspective, I take an approach to particular changing social relations in the second half of the 20th century, by comparing fragments of life of two people dwelling in a periphery settlement of a city in southeast Mexico: the Ojo de Agua Barrio in San Cristobal de Las Casas, Chiapas.

Keywords: Anthropology of space, Anthropology of power, San Cristobal de Las Casas, Chiapas.

De ciudad y campo a espacios transpuestos

En su libro El campo y la ciudad, Raymond Williams (2001) afirma que la distinción ciudad/campo representa una de las dicotomías más duraderas del pensamiento social, como lo muestran sus huellas en la literatura desde la antigüedad ―por ejemplo, en la poesía bucólica escrita tres siglos antes de Cristo en lo que ahora es Europa.[1] Esta dicotomía se reproduce en las imágenes del mundo rural como escenario de virtudes morales a punto de desaparecer, frente a las del movimiento de la ciudad que amenaza con destruir, desorganizar o fragmentar la condición humana; igualmente, en imágenes del mundo rural como primitivo y atrasado, en contraste con la ciudad como centro de civilización y elevación del espíritu humano. Se podría agregar que estas imágenes se reproducen incluso en la literatura antropológica y sociológica, como en el caso del continum folk-urban de Redfield (1944), aplicado al análisis del cambio cultural, o en la individualización, la secularización y la fragmentación como características definitorias de lo urbano según Wirth (1988). Sin embargo, continúa el argumento de Williams, el campo y la ciudad no son polos fijos y continuos, sino espacios cambiantes, con interrelaciones y flujos. Detrás de la dicotomía lo que hay son ciudades y campos interconectados y con fronteras en continua reelaboración; con demolición de unos espacios para hacer surgir otros y con distintos elementos definitorios de lo urbano y lo rural en la historia.

Frente a esta dicotomía, Williams sugiere entender la ciudad y el campo a través de la diversidad de espacios y lógicas sociales que los componen, que los distinguen y a la vez vinculan, en distintos momentos históricos. Dice así: “La ciudad, en no menor medida, presentó muchas variaciones: la capital del estado, la base administrativa, el centro religioso, el mercado, el puerto, el depósito mercantil, los cuarteles militares, la concentración industrial” (Williams, 2001: 25). Se trata, en general, de una serie ―económica, política, militar, comercial, religiosa― de dinámicas sociales que dieron origen a distintas formas de ciudad y campo, y que se expresan en parte en emplazamientos arquitectónicos ―nuevos, reutilizados, o en ruinas abandonadas―. Williams presenta así un enfoque espacial. Es decir, podríamos pensar en una antropología del espacio que parta de los despliegues, instalaciones o establecimientos, y que pregunte por usos, ubicaciones y relaciones, y la manera en que esas concreciones nos explican las dinámicas sociales de distinto alcance y continuidad en un momento histórico específico. La ciudad y el campo, en un enfoque espacial, se entienden entonces por los diversos y contradictorios despliegues sociales en el espacio y sus variados impactos en la vida cotidiana. Por supuesto, los establecimientos que ha señalado Williams en el breve enunciado citado están lejos de definir la totalidad de variantes citadinas y rurales y sus despliegues espaciales; se pueden incluir otras.

Primero, podemos identificar la casa, tanto en forma de vecindad o de área residencial, o cualquier despliegue habitacional, como las vecindades y barrios populares, de las que nos hablan distintos autores.[2] Además, están las múltiples formas y extensiones de la actividad productora y distribuidora de bienes, desde el taller y la fábrica, hasta el mercado, el banco, o la tienda ―formas todas del oikos, de la casa o lo privado, siguiendo a Monnet (1996)―. En segundo lugar, encontramos las múltiples oficinas-archivos de la burocracia gubernamental y no gubernamental, como las iglesias, las burocracias políticas ―partidos, organizaciones―, las educativas, las científicas, las de empresas públicas y privadas;[3] paralelamente, tenemos los espacios de acción política, desde la plaza hasta el palacio, la sala de cabildo o de la asamblea ―la polis o res-pública, en la formulación de Monnet (1996)―, todas con sus despliegues espaciales y lógicas particulares de organización, acceso y movimiento. Se podría incluir en lo público los espacios de ocio, de expresión artística y de relajamiento, como teatros, circos, cines, parques y jardines, museos y salas de conciertos, bares y restaurantes, variantes de formas más generales tales como el Ágora, el Ateneo, el Foro o el Estadio. En tercer lugar, están los llamados no lugares (Augé, 1993), espacios de tránsito o de paso, de anonimato y soledad.[4] Finalmente, la combinación de varias de estas formas socioespaciales nos habla de la división del trabajo más general, que incluye la distinción entre la ciudad y el campo, como resultado de la separación entre trabajo manual e intelectual, siguiendo a Marx (1968), y Marx y Engels (1970).[5]

Sin embargo, hay que considerar dos elementos en este análisis espacial. Primero, que la diferencia entre ciudad y campo no se establece sólo por la concentración de establecimientos sociales en un solo espacio contiguo. Lo que produce formas específicas de ciudad y de campo son las relaciones, flujos e intercambios que ocurren entre los diversos espacios; es la manera en que el oikos y la res-publica, los lugares y no lugares, se conectan, transponen y confrontan. Segundo, la definición de lo que es privado o público, o de lo que es lugar y no-lugar, depende en mucho del vínculo que las personas desarrollan con esos espacios, y de las posibilidades de acceso y movimiento que tengan en ellos ―por ejemplo, los aeropuertos, restaurantes, hoteles y estaciones de autobuses, o el transporte público, son distintos para los usuarios que para los que trabajan en ellos― .[6] Es necesario entonces considerar las relaciones de poder que conectan y definen la movilidad y acceso en los emplazamientos para analizar una organización espacial específica.

De los espacios a la transposición

A pesar de lo importante que resulta el análisis de cada establecimiento, los diversos espacios y sus lógicas organizativas están interpenetrados en distintas formas e intensidades; lo mismo ocurre con la ciudad y el campo en su conjunto, con fronteras no siempre definidas y nunca estables. Los espacios son transpuestos porque son producto de la interacción social y el desplazamiento humano. Podemos postular como hipótesis que los lugares son expresión espacial de dinámicas sociales que se compenetran, se entrecruzan y se influyen mutuamente; son, por ello, espacios transpuestos. Hacer etnografía implica siempre una ubicación en espacios de transposición de dinámicas sociales.[7] Pero agreguemos: la interacción y la movilización no son homogéneas.

Desde la perspectiva de los individuos y grupos los vínculos, las lealtades e identificaciones, así como los intercambios, flujos y movilidades pueden ser amplios o abiertos, enlazando muchos lugares y no lugares; sin embargo, los vínculos y movilidades tampoco son iguales para todos. Eso se expresa en diversas formas de enclaustramiento y de regulación del paso o el flujo.[8] Por ejemplo, algunos espacios aparecen como despliegues arquitectónicos de instituciones totales con barreras claras para marcar un exterior y un interior, en el sentido de las cárceles, los asilos, los hospitales psiquiátricos, los cuarteles y los internados, como los analiza y denomina Goffman (1961: 15-22). Hay otros establecimientos fundados en lealtades que implican fronteras sociales fuertes aunque no desarrollan barreras arquitectónicas infranqueables, como las instituciones voraces de las que nos habla Lewis Coser (1974: 14-16): los monasterios o los lugares de reunión y reclutamiento de sectas y grupos de mercenarios, de organizaciones clandestinas, e incluso la casa misma en la que se producen relaciones de servidumbre. Están otras formas también de restricción espacial, como la gentrificación expresada en zonas residenciales, con protección, vigilancia y servicios exclusivos para sus habitantes ―las utopías burguesas que analiza Harvey en Baltimore (Harvey, 2000: 138-146)― o en los procesos de marginación espacial, como la formación de guetos, favelas, outskirts, o ciudades miseria ―estudiados por Wacquan en Chicago y París (Wacquan, 2007)―[9] o de barrios etnificados ―analizados por Monnet en Los Ángeles, California (Monnet, 1996)―. Al mismo tiempo, lo que sucede en un establecimiento está vinculado a las lógicas y fuerzas de otros espacios.

Por ejemplo, las burocracias pueden ser analizadas como jerarquías de mando y acción, con centros y periferias.[10] Anderson, por ejemplo, sugiere que una experiencia que fundamentó la formación de comunidades nacionales en los siglos XVIII y XIX fue justamente el viaje o “peregrinación” que hacían los funcionarios por la ruta de la jerarquía burocrática, buscando la oficina o el cargo superior y, en consecuencia, viajando siempre a la ciudad central. Eso fue la base para la formación de las nuevas naciones de América, que siguieron justamente los contornos espaciales de la administración colonial (Anderson, 1993: 85-96). Otra forma de la transposición espacial se encuentra en el proceso de la acumulación originaria analizado por Marx (1968). Las condiciones que dieron origen al mismo tiempo al taller, la manufactura y la industria como contenedores arquitectónicos de la formación del proletariado ―el trabajador libre―, son las que propiciaron la expropiación del trabajador de los medios de producción, lo que incluye la separación del artesano de sus herramientas y del agricultor de sus tierras y el levantamiento de cercas en los pastizales.[11] En este proceso las relaciones espaciales no sólo son jerárquicas, sino que se expresan como conflicto entre distintas relaciones sociales; además, la movilidad significa un cambio radical de condición social ―proletarización―. Las lógicas de los espacios se influyen mutuamente, en relaciones de tensión y de producción destructiva (Marx, 1968).

La distinción misma entre espacio privado y espacio público se vuelve cuestionable. Monnet, por ejemplo, analiza las diferentes formas en que el comercio en tres ciudades del mundo, París, México y Los Ángeles, muestra las particularidades de la compenetración de lo público y lo privado con el desarrollo del comercio como negocio privado en espacios públicos ―las plazas abiertas y las calles de esas ciudades―, o las áreas de encuentro y recreo ―públicas― que surgen como parte del establecimiento de tiendas departamentales y malls ―negocios privados―. Por ello habla de privatización del espacio público y publicización del espacio privado (Monnet, 1996).

Otro estudio, sobre una localidad rural de Chiapas, muestra que la lógica jerárquica del espacio doméstico o privado ―de pretendido dominio del hombre adulto y de lealtades atravesadas por el parentesco y el matrimonio― se proyecta sobre la organización política, ya sea en una movilización para la toma del palacio municipal ―como protesta por el incumplimiento en las entregas de beneficios de un programa público―, o en la militancia en una organización campesina (Escalona, 2009).[12]

Podemos decir, entonces, que los espacios ―con sus dinámicas de inclusión y exclusión, de apertura y cierre― son expresión y escenario de una interacción mediada por jerarquías, competencia y asociación estratégica ―en síntesis, por dinámicas de poder―. Los espacios, urbanos y rurales, centrales y periféricos, de construcción o emergencia de la industria y de deconstrucción de las formas de producción no salariales, de lo público y lo privado, de lo familiar y lo político, se intersectan y compenetran de diversas formas, como parte de flujos de objetos, personas y símbolos, y como confrontación de lógicas.

Revisemos ahora esta perspectiva etnográfica a través de una exploración en la ciudad de San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, México. Se trata de un acercamiento a un asentamiento semi-rural que se ha convertido en un barrio urbano por el crecimiento de la ciudad en las últimas cuatro décadas. Me referiré a las transposiciones que se pueden encontrar en los fragmentos de relatos de la vida de dos habitantes de este lugar. Los relatos nos permiten acercarnos a un momento histórico específico de las conexiones entre espacios de la ciudad y su entorno rural, marcadas por formas específicas de trabajo asalariado, intercambio comercial y diferenciación social identificada como “étnica” por la antropología; también nos permitirá vislumbrar su desplazamiento por otras dinámicas en las últimas décadas ―con la emergencia de nuevos mercados, de nuevas formas de trabajo y con ciertas modificaciones en las distinciones sociales.

La expansión de la ciudad en San Cristóbal

La ciudad de San Cristóbal de Las Casas está en medio de un área montañosa del centro de América, en territorio mexicano. Fue fundada por un ejército de españoles e indios aliados en el siglo XVI, durante la conquista y colonización de la región centroamericana. El núcleo urbano, con varios nombres en su historia, se levantó en un valle, como centro de un área de conquista y evangelización de pueblos del entorno, de diversas lenguas y formas de organización. Durante muchos años la ciudad fue un núcleo de casas en torno a conventos, iglesias, plazas y edificios de gobierno, circundado por varios barrios ―a su vez con sus iglesias, plazas y casas― separados del núcleo central por estrechos terrenos abiertos. La ciudad funcionaba como cabecera de la burocracia militar, civil y religiosa, y como nodo del mercado de diversos productos para toda una región que abarcaba pueblos de montaña, altiplanicies y selvas bajas. Siguió cumpliendo estas funciones en los siglos XIX y XX, ya como parte de la República mexicana, formada después de la independencia de España. Entre fines del siglo XIX y principios del XX se produjo una renovación de la arquitectura urbana, un auge en la construcción de edificios públicos que unió a los barrios periféricos con el núcleo central y además dio origen a nuevos barrios en las inmediaciones del centro, sobre algunas rutas de transporte y comunicación con otras poblaciones (Viqueira, 2008).[13] Esa ciudad es la que hoy se conoce como San Cristóbal tradicional, la misma que describieron Frans Blom y Oliver La Farge (1986) en el libro que resume uno de sus primeros viajes a Chiapas, a finales de los años veinte del siglo XX, entrando a caballo por el oriente:

El camino se volvió abrupto, rodeamos las montañas hasta tener a la vista el valle de San Cristóbal, parecía una pequeña fuente flanqueada por verdes montañas. En sus orillas estaban una franja de praderas cortadas por arroyos, estaban esparcidas las granjas con sus casas blancas, era un grupo de albos muros con techos rojos, árboles verdes y las torres de 22 iglesias. Sobre una montaña tan puntiaguda como una pirámide, inmediatamente atrás del pueblo, el pequeño templo de San Cristóbal dominaba el poblado (Blom y La Farge, 1986: 508).

A mediados del siglo XX la ciudad mantenía ese aspecto, entre varios ríos pequeños formados por escurrimientos y manantiales de las montañas circundantes; rodeada por áreas permanentes de pantanos, zacatales y tierras húmedas. En ocasiones llegó a inundarse, como en 1973, cuando el agua anegó el barrio de San Ramón, construido en el siglo XIX sobre un camino a San Juan Chamula ―pueblo tzotzil cercano― sobre el poniente del puente y el río que marcaban anteriormente el límite de la ciudad.[14] Sin embargo, la dimensión y ambiente de la ciudad y el valle cambiaron fuertemente en el último tercio del siglo XX. En el censo de 1910 se registraban poco más de 14,000 habitantes, que llegaron a ser arriba de 17,000 en 1950. Para la segunda mitad del siglo XX hubo una explosión demográfica importante ―como en el resto del país―; en 1980 se registraban 42,000 habitantes y en 2005 la población ascendía a más de 142,000. El crecimiento se debió a varios factores.

Primero, se inició una fuerte migración de población indígena de los pueblos circundantes, que comenzó en escala menor a partir del indigenismo gubernamental, especialmente con la apertura de un albergue para estudiantes indígenas en los años treinta y la instalación del primer Centro Coordinador Indigenista en la ciudad en 1951. Pero el crecimiento de la migración se aceleró sobre todo con los conflictos desatados en los setenta y ochenta en algunas poblaciones de los alrededores ―en especial la expulsión de población de Chamula, Chenalhó, Mitontic, Larráinzar, Oxchuc, entre otros municipios indígenas― y por la movilización política ―desde la formación de grandes organizaciones hasta la aparición del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, que se levantó en armas en 1994―. En segundo lugar, en las últimas décadas del siglo XX se incrementó la inversión en carreteras, transportes y centros comerciales, lo que ha aumentado el flujo mercantil y de servicios, en especial para el turismo. En tercer lugar, hubo un aumento de la oferta de servicios en educación, salud y administrativos, tanto gubernamentales como no gubernamentales. Todo eso ha atraído a personas de otras localidades, tanto campesinos como profesionistas y trabajadores, miembros de organizaciones sociales, iglesias y grupos políticos, provenientes tanto de los alrededores como de otras partes del país y del mundo. Estas transformaciones se pueden observar en las múltiples modificaciones del trazo y la arquitectura urbana.

En los últimos años se ha producido una fragmentación de las casonas antiguas del centro en múltiples casas y locales comerciales, o en restaurantes, hoteles, oficinas, bancos, estéticas, talleres mecánicos, centros de telefonía celular y televisión por cable, cajas de préstamo y empeño, entre otras actividades. Las plazas y áreas públicas del centro se han llenado de turistas y de vendedores de servicios y mercancías asociadas al turismo. Paralelamente, la ecología del valle se transforma rápidamente. Los nuevos asentamientos habitacionales, así como las áreas comerciales y de servicios, se han ido extendiendo sobre las zonas periféricas antes dedicadas a actividades agropecuarias, forestales o de recreo. Se ha producido así una conversión de las áreas de pantanos, bosques y potreros en nuevos fraccionamientos, colonias, iglesias y centros comerciales y de servicios. La construcción de un desagüe en la parte sur de la ciudad ―después de la inundación de San Ramón―, a mediados de los setenta, dejó abierta la posibilidad de poblar suelos antes inundables (Molina, 2013). Algunas edificaciones rurales fueron convertidas paulatinamente en hoteles y restaurantes, o en oficinas, como la del CIESAS[15] que está en lo que fue una casa de campo. Zonas de montaña cercanas se han transformado en fuente de materiales de construcción; otras en cambio se vuelven reservas ecológicas. La ocupación y uso de esos espacios ha sido fuente de controversias y enfrentamientos, como en el caso de la defensa de los llamados “humedales” por parte de grupos locales organizados para la preservación de la ecología del valle, o de las acusaciones contra la refresquera internacional Coca-Cola por instalar su embotelladora cerca de una de las fuentes de agua más importantes de la ciudad (Jordan, 2008). Igualmente están los muchos casos de conflicto por invasiones de terrenos por parte de diversas organizaciones.

En resumen, la ciudad y su entorno rural inmediato cambiaron rápidamente, generándose nuevas disputas por el espacio y sus recursos. Un recorrido por algunos lugares de la ciudad puede acercarnos a las pequeñas historias enlazadas a esta transformación urbana. El recorrido podría hacerse por cualquier lugar; sin embargo, en esta ocasión se hace en un asentamiento periférico que se integró al núcleo urbano hasta la expansión del último tercio del siglo XX.

El barrio Ojo de Agua

En los años cincuenta, cuando recién se había instalado el Instituto Nacional Indigenista (INI) en el borde norponiente de la ciudad, Gonzalo Aguirre Beltrán (1981), el primer director del Centro Coordinador Tzeltal Tzotzil, publicó un libro con una descripción de las relaciones ciudad-campo, descritas como “relaciones interétnicas”. En su texto, la ciudad y el campo son parte de una simbiosis entre un mundo de agricultura que surte de alimentos y trabajadores a la ciudad y un mundo de parafernalia religiosa y mercancías que la ciudad produce y/o comercializa para surtir la economía de prestigio de los pueblos indígenas. En esa dinámica estaban involucrados los mercados, los ayuntamientos, las instituciones como el Departamento de Acción Social, Cultural y Protección Indígena del gobierno estatal, los talleres de artesanos citadinos y las fábricas de aguardiente o posh, además de las tiendas que se encuentran en las calles de la ciudad, en los caminos de acceso, e incluso en las cabeceras de los municipios indígenas. Aguirre habla de figuras fundamentales en este intercambio: el enganchador, empleado de los finqueros del Soconusco que se dedica a la contratación de indígenas para la cosecha de café; el secretario ladino, oficial municipal nombrado por el Departamento de Acción Social que se volvió intermediario del gobierno y de los enganchadores y comerciantes de aguardiente ―posh― dentro de los municipios indígenas; y las atajadoras, mujeres que compraban a bajo precio ―arrebataban― sus productos a los indígenas para después revenderlos en el mercado o en sus tiendas. Los indígenas iban a la ciudad o a las cabeceras de sus municipios a vender sus productos y compraban objetos de prestigio ―incluyendo posh―, además de herramientas y parte de su ropa. Esta simbiosis, que Aguirre ubica como central en esta sociedad de “castas” de origen colonial, era la que debía romper la acción indigenista.

El mismo trazo de la ciudad materializaba esas relaciones, concentrando el mercado regional y la sede del gobierno en el núcleo urbano y ramificando el comercio de tiendas ―y atajadoras― como pseudópodos (dice Aguirre, 1981: 104) que se extienden sobre los caminos a los pueblos indígenas. Así ocurría con la calle que salía a Chamula y Zinacantán, al poniente, sobre el barrio de La Merced, donde estaba el mercado; o con el camino a Tenejapa, sobre el oriente, atravesando la calle Real de Guadalupe. Una ruta parecida aunque discreta y pequeña, no mencionada por Aguirre, era un camino que conectaba con parajes de Chamula, por el lado norte. Sobre ese camino está el barrio de Ojo de Agua, en la falda de las montañas.

Su calle principal, de tierra en ese entonces, se encontraba al lado de un manantial; el río que allí se formaba se adentraba en el valle descendiendo en línea recta, por un canal construido para abastecer un antiguo molino de trigo ―que fue propiedad del cercano convento de los dominicos hasta el siglo XIX―. El camino antiguo atravesaba las montañas que incluyen el Tzontehuitz, uno de los picos más altos del área que traspasa las fronteras de varios municipios indígenas. La ruta llevaba a varios poblados del municipio de Chamula, y luego hacia los de Mitontic y Larráinzar, y a pueblos como Santa Martha ―en el actual municipio de Chenalhó― y Magdalenas ―en el actual municipio de Aldama―. El comercio era importante por el arribo regular de habitantes de esas localidades ―campesinos, pero también rancheros agricultores o criadores de ganado en pequeña escala― con trigo, vegetales, maíz y frijol, o con atados de leña y ocote, huevos, gallinas y algunos productos elaborados con piedra y madera. También se daba otro tipo de intercambios, como la contratación de trabajadores en los ranchos que poseían algunos habitantes del barrio Ojo de Agua en las cercanías del pueblo tzotzil de Magdalenas. Algunos habitantes del barrio, además, vivieron en esos pueblos ocupando cargos públicos ―como maestro rural o secretario ladino―; o como vendedores de posh. También se formaron otros vínculos: los habitantes de Ojo de Agua se organizaban para ir en peregrinación anual a la iglesia de Magdalenas, para venerar a un Cristo Negro;[16] igualmente aparecieron lazos de parentesco ritual y matrimonio entre habitantes de Ojo de Agua y de Magdalenas, como lo registra un estudio reciente (Porraz, 2006).

Por el otro extremo, el barrio más cercano a Ojo de Agua era El Cerrillo, un asentamiento del siglo XVI, construido detrás del convento dominico con indios esclavos liberados por la aplicación de las leyes nuevas de 1549 (Aubry, 2008; de Vos, 1994).[17] Entre ambos asentamientos había un área de potreros y sembradíos, con un molino de harina a medio camino. El molino ―antes del convento dominico― era de una familia que poseía varios predios contiguos. La dueña de estos terrenos, conocida como doña Etelvina, vendió uno de los predios agrícolas para construir el nuevo mercado de la ciudad a un lado del convento de Santo Domingo y de las instalaciones del INI, llamado José Castillo Tielemans, inaugurado en 1971.[18]

Hasta los años setenta, Ojo de Agua siguió siendo un asentamiento periférico con huertos y cultivo de maíz, sin energía eléctrica ni teléfono, separado del núcleo urbano por una franja de terrenos pecuarios y agrícolas. El asentamiento tiene una frontera muy cercana con el mundo rural a través del ejido “El Pinar” ―aún en el municipio de San Cristóbal― al que se adscribieron algunos vecinos desde su creación ―por lo cual acuden a las asambleas y pagan cuotas―. Al mismo tiempo, algunos habitantes del barrio se dedicaron a la intermediación comercial y administrativa entre la ciudad y el entorno rural, además de que muchos habitantes trabajaron en la construcción, como albañiles y carpinteros. Algunos vecinos vinculan estas actividades con la celebración de la Santa Cruz, el 3 de mayo, la fiesta principal del barrio identificada por ellos como la fiesta de los albañiles.[19] Sin embargo, esta situación se alteró con la expansión urbana del último tercio del siglo XX.

La historia de la extensión de la ciudad sobre las tierras pecuarias se inició con la instalación de las oficinas y campos experimentales del INI en los años cincuenta, y después la construcción de la colonia 14 de Septiembre y del nuevo mercado municipal ―ahora llamado “tradicional”―, en los setenta. Al mismo tiempo se produjo la venta y fraccionamiento de propiedades ―por la llegada principalmente de evangélicos expulsados de municipios indígenas aledaños―, las invasiones de tierras ―especialmente después del levantamiento armado de 1994― y la instalación de un grupo de musulmanes en los terrenos contiguos a la iglesia católica del barrio Ojo de Agua, que levantaron allí una madraza, negocios de venta de vegetales y restaurante, una carpintería y una mezquita. Todo esto ha convertido la franja agropecuaria entre El Cerrillo y Ojo de Agua en parte de la zona urbana. Aunque habitantes del barrio siguen ligados a la construcción, la burocracia y el comercio, estas actividades han cambiado sustancialmente, además de la aparición de nuevos empleos y de nuevos vínculos espaciales. A partir de los fragmentos de dos historias personales podremos aproximarnos a algunos de los cambios en las transposiciones espaciales ocurridos en la segunda mitad del siglo XX.

Casa-tienda y fábricas de alcohol

Doña María[20] nació en 1929 y vivió en Ojo de Agua en lo que fue antes un pequeño rancho de adobe y teja. Muy cerca de ella viven algunos de sus hijos y otros familiares, que han levantado sus casas poco a poco con cemento y ladrillo, desplazando las casas antiguas o los espacios de bosque y huertos de árboles frutales. Doña María ha vivido casi toda su vida en el barrio. Cuando era joven, en los años cuarenta del siglo XX, conoció Los Ángeles, una comunidad del municipio de Chenalhó, porque su padre trabajaba como vendedor de aguardiente, del que producía Hernán Pedrero ―un importante productor y comercializador de alcoholes―.[21] También vendería después posh o aguardiente en su tienda en Ojo de Agua.[22] Más adelante vivió en Mitontic, un municipio indígena, porque su padre fue nombrado Secretario municipal.[23] Tuvo oportunidad de ser maestra, pero su padre no la dejó trabajar. Se casó, entonces, a inicios de los cincuenta, con un carpintero del barrio Ojo de Agua, que trabajó entre los cincuenta y los setenta también con Hernán Pedrero, primero en la fábrica de alcohol en el rancho La Primavera ―ahora recinto de la Secretaría de Pueblos y Culturas Indígenas, del gobierno estatal, ubicado en la falda del cerro de San Cristóbal, apenas afuera del núcleo urbano antiguo― y luego en Pujiltic ―una finca en los valles centrales de Chiapas, a tres horas de la ciudad por carretera― en la fábrica de alcohol que tenía Moctezuma Pedrero, hermano de Hernán, desde los años cincuenta y hasta antes de su conversión en ingenio azucarero en los años setenta.

Ya casada, doña María se dedicaba al comercio, como varias mujeres del barrio. Por su vecindad con indígenas y su trayectoria personal, ella hablaba bien el tzotzil, como otras mujeres del barrio: compraba de los indígenas gallinas, frijol, aguacates, que revendía en las tiendas; además, compraba trigo ―que llevaba a hacer harina al molino de la Sra. Etelvina― y huevos, que revendía en las panaderías de la ciudad; igualmente adquiría metates y molcajetes de piedra volcánica que producían indígenas de la zona cercana al Tzontehuitz y que ella comerciaba en Tuxtla y Comitán, adonde iba los sábados acompañada de su hijo. En sentido contrario, compraba cortes de tela para ropa que traían algunos vendedores del centro del país ―como su madrina de boda, Doña Chole, dueña de una conocida y próspera tienda de cortes y ropa en el centro de la ciudad―,[24] y los revendía en el barrio, por fracciones y en abonos.

Ahora, ya grande y retirada del comercio, sólo administra sus ahorros, vive de la pensión que recibe aún su marido ―como ex trabajador del Ingenio Azucarero de Pujiltic―[25] y con la ayuda de sus familiares, hijos, nietos y bisnietos. Los cargos municipales en los pueblos indígenas son ocupados ahora por burócratas locales; el comercio entre ciudad y campo tiene otras rutas y formas, y las fábricas de alcohol han dejado de operar. Doña María, caminando por la sala de su casa, entre los muebles cubiertos por mantas, mostraba colgadas en las paredes rojas las fotos que registran distintos momentos de la historia familiar, desde los retratos antiguos de estudio, hasta su boda ―frente a una desaparecida construcción de adobe y teja―, retratos de estudio de ella y su esposo, de sus familiares jóvenes ―en formatos ovales y cuadrados para trámites burocráticos―, y las varias ceremonias religiosas y civiles de los hijos y nietos. Menciona especialmente una donde uno de sus hijos recibe su diploma al terminar de estudiar en el Conalep de la ciudad ―una escuela media superior con carreras técnicas―.[26] Antes de su fallecimiento, ella estaba enferma y no pude verla, me envió una foto con su nieto. Me pareció interesante su elección: era la de su boda, tomada con las damas y los padrinos y padres, con la madrina Doña Chole, todos enfrente de la antigua casa de adobe.[27] Ése era el emplazamiento espacial ―ahora desaparecido― que le gustaba mostrar.

La casa-carpintería y la plaza-mercado

En una de las casas más pobres del barrio, aunque ubicada en la calle principal, se encuentra don José, un hombre de aparentemente 75 años. Nació en San Ramón ―otro barrio de la ciudad―, pero habita en Ojo de Agua, en el mismo sitio en el que tiene su taller de carpintería desde hace más de cuatro décadas. Se trata de dos cuartos pequeños, de adobe y madera, con múltiples cuarteaduras y pintura desgastada, y un techo de láminas y reglas de madera con muchas hendiduras y goteras. Los dos cuartos están llenos de objetos: restos de herramientas y mesas de trabajo desgastadas y brillosas de tanto uso, trozos de madera cortados o rotos, pedazos de bicicletas, motores y otros fierros, plásticos y ropas destruidas, bultos de periódicos, cartón y papel, y costales de plástico con más objetos. La luz es de baja intensidad, con un solo foco en el centro de cada cuarto. En un rincón tiene los instrumentos con los que improvisa todos los días un fogón para cocinar, justo afuera de la casa, frente a la puerta. En unos lazos, colgados de lado a lado, y en los estantes de las paredes, están amontonados más objetos, incluyendo los restos de la comida del día contenidos en trastes de plástico o unicel. Sobre las paredes hay calendarios viejos.

Don José cuenta que fue un hábil carpintero hace años. Tenía siempre trabajo y hacía de todo: sillas, mesas, puertas, ventanas, estantes, cajas, lo que le pidieran; pero se especializó en un objeto particular: cuadros de imágenes religiosas. Construía marcos de madera y colocaba estampas de santos: Santiago, Santo Domingo, además de Cristo y la Virgen. Iba entonces a un punto en la parte baja de las escaleras de la iglesia de Santo Domingo y allí ponía un puesto con sus cuadros. Ahora ya no va: desde hace muchos años ese lugar está ocupado por indígenas vendedores de artesanías para los turistas.[28] Recordó además cómo una vez fue a la fiesta de Ocosingo con un amigo que tenía camioneta y que montaría un puesto en la feria. Lo invitó, le dio comida, y lo alojó donde él y sus familiares dormían, junto al puesto. Fue cuando decidió dejar el negocio: no vendió nada.

Al principio, con lo que ganaba le alcanzaba para vivir. Se casó con una mujer de Ojo de Agua, por eso se fue a vivir allá; pero no tuvieron hijos y su esposa murió muy pronto. Ahora ya no puede trabajar como antes, por su edad y sus problemas de salud; no ve muy bien y está enfermo de diabetes y, por no contar con pensión, no tiene servicio médico en los esquemas oficiales ―aunque recibe apoyo en un programa de adultos mayores―. Además, ya no le dan trabajo. Sólo le pedían últimamente marcos de madera para fotos y diplomas escolares ―eso se cuelga ahora en las paredes, dice, mientras me mostraba uno de los cuadros de santos de los que hacía antes―. Lamenta tantos cambios, pues la gente ya no compra santos y él no tiene trabajo. En alguna ocasión se quejó del abandono de sus propios familiares, quienes viven en la misma ciudad ―en el barrio de San Ramón―; pero en otras charlas decía que sus sobrinos lo invitan a comer y lo visitan. También recibe ayuda de los vecinos, los cuales le dan dinero para sus medicinas o le regalan comida. Eso no le permite más que pasar los días, viviendo solo en medio de sus herramientas y de objetos acumulados ―desechos de la ciudad―. En contraste, muy cerca de su casa, en una nave amplia, está un gran taller de carpintería, con maquinaria eléctrica, donde trabajan varios jóvenes; es propiedad del descendiente de un alemán y una mujer de Tenejapa ―un pueblo tzeltal―; su casa está junto a la carpintería y renta locales comerciales.

Conclusión: transposiciones diferenciadas

Estas viñetas de la vida en un barrio nos muestran diversas formas de transposición en la ciudad. Las dos se produjeron en una periferia urbana, puerta y paso de flujos de comunicación para personas, objetos y palabras, relaciones salariales, comerciales y rituales, jerarquías y vínculos de parentesco y amistad, que se extienden desde la ciudad hasta varios pueblos de los alrededores, y conectan plazas, mercados, templos, fábricas y oficinas. Muestran los encuentros entre habitantes de distintos barrios y posiciones sociales, desde los campesinos quienes venden gallinas y huevos de manera esporádica, hasta los miembros de la élite económica de la segunda mitad del siglo XX.[29] Pero son transposiciones diferenciadas, a pesar de haberse producido en un espacio contiguo ―el barrio Ojo de Agua.

La historia de doña María y su esposo sintetiza algunas formas de actividad económica y de vínculos ciudad-campo que se extendían a varios sitios rurales y urbanos: plazas, mercados, molinos, panaderías, fábricas de alcohol y oficinas gubernamentales. Era una variante de lo que describieron los antropólogos indigenistas como “lo ladino”: intermediación comercial y política entre los pueblos indígenas y el gobierno local (Aguirre 1981). En contraste, la carpintería-refugio de don José es producto de un entrecruce de historias de la ciudad de hace pocas décadas y en los márgenes de aquellas otras relaciones. Nos habla de vínculos de protección en el espacio urbano, como los de la familia que habita en otro barrio y de los vecinos que mantienen con él un intercambio de obsequios y de cuidados. Pero su condición laboral nos habla de una forma de ser carpintero, que contrasta con los vecinos del taller, o con el padre y el esposo de María, trabajadores de las empresas de una de las familias de la élite local. José, en cambio, es un productor independiente especializado en un objeto-mercancía ligado al consumo ritual en la ciudad, imágenes de santos, vírgenes y cristos, que vendía en el espacio público. Es independiente también en el sentido de la protección laboral, pues está al margen de la seguridad social de los trabajadores.[30]

Finalmente, doña María y don José son también parte de un momento histórico de la ciudad que desaparece para dar paso a otros. Aunque los autores referidos antes —Marx y Engels, Williams, Goffman, Coser— se refieren a contextos de formación de la gran industria o de la creación de instituciones totales, en la era de acumulación fordista y de la sociedad administrada, o incluso en una era de crisis de esta sociedad y la aparición de la acumulación flexible (Harvey) o la sobremodernidad (Augé), lo que se recupera en este análisis es su perspectiva del espacio y del poder, para pensar —en su propia proporción— una transición en la configuración espacial que se da en esta región del sureste de México.[31] De cualquier modo, es posible seguir también algunas de las variantes de los procesos de mercantilización y de burocratización y administración social crecientes, referidas por estos autores. La historia de don José, por ejemplo, muestra la marginalidad creciente del mercado de esos objetos rituales que tanto le ocuparon, o su ocultamiento del espacio público, por la competencia de otras religiones,[32] por el desplazamiento hacia otros objetos ―el retrato y el diploma― o por el cambio a la etnomercancía para el turismo, asociada además al control de organizaciones de vendedores indígenas sobre la plaza de Santo Domingo ―desplazando a otros vendedores, productos y usos de ese espacio público―. En el caso de doña María, es destacable el cambio que significó la modificación de las intermediaciones comerciales y de gobierno entre la ciudad y el campo, con la apertura de otras rutas de comercio y de otros productos,[33] y con el nombramiento de personas locales en los cargos municipales en pueblos indígenas ―incluyendo al Secretario―. Un efecto particular de este proceso parece ser la reelaboración de las llamadas “relaciones interétnicas”, tanto en el contenido de los intercambios comerciales y administrativos como en la distribución espacial de las poblaciones identificadas con categorías étnicas: “indígenas”, “ladinos”.[34]

En síntesis, este análisis muestra que la vida social puede ser entendida como una transposición variada y cambiante de dinámicas sociales. Hacer etnografía de las transposiciones nos permite enfocarnos en las influencias de múltiples y contradictorias dinámicas sociales en espacios específicos. La premisa es que todo espacio es transpuesto, en tanto que es el resultado y el escenario de múltiples interacciones que se entrecruzan e influyen mutuamente. Más que una unidad socioterritorial, lo que encontramos como ambiente o escenario de la etnografía es un crucero de dinámicas, de encuentros y de interacciones, que han dejado huella en la actual configuración social ―espacial, arquitectónica― en la forma de una ciudad, un vecindario o una “casa”, y en los objetos que contiene.

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Notas

* José Luis Escalona Victoria, doctor en Antropología social. Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, Unidad Sureste, México. Tema de especialización: antropología del poder. Correo electrónico: joseluisescalona@prodigy.net.mx
Fecha de recepción:26/08/2013; fecha de aceptación:16/12/2013

1 Capítulo 3: Poesía pastoral y contrapastoral (Williams, 2001: 39-62).

2 Por ejemplo, está el estudio de cómo sobreviven los marginados, de Larissa Lomnitz (2003).

3Burocracia en la forma amplia en que la define Weber, en tanto aparato administrativo. Se trata de los cuerpos administrativos jerarquizados. “Los ‘servidores’ patrimoniales separados de los medios administrativos y los empresarios capitalistas de un ejército, así como frecuentemente también los empresarios capitalistas privados, han sido los precursores de la burocracia moderna” (Weber 1964: 177). “[…] El desarrollo de las formas ‘modernas’ de asociaciones en toda clase de terreno —estado, iglesia, ejército, partido, explotación económica, asociación de interesados, uniones, fundaciones y cualesquiera otras que pudieran citarse— coincide totalmente con el desarrollo e incremento creciente de la administración burocrática: su aparición es, por ejemplo, el germen del estado moderno occidental” (Weber 1964: 178).

4 Se refiere a los no lugares de la sobremodernidad, donde se producen experiencias efímeras de individualidad, soledad y arreglos mudos, como en las autopistas que dan sólo señales de las ciudades, o los cajeros automáticos con mensajes producidos por máquinas. Son en este sentido opuestos a los lugares que reúnen territorio, identidad y memoria —los lugares etnográficos clásicos—. Se podría preguntar incluso si estas condiciones de lugar y no-lugar pueden aparecer separadas, y si la idea de lugar etnográfico no era más bien un mito antropológico (Augé, 1993). 

5 “La base de todo régimen de división del trabajo un poco desarrollado y condicionado por el intercambio de mercancías es la separación entre la ciudad y el campo. Puede decirse que toda la historia económica de la sociedad se resume en la dinámica de este antagonismo […]” (Marx, 1968: 649).

6 Incluso la pregunta de Wirth (1988) sobre qué es lo que caracteriza a lo urbano como modo de vida podría ser cuestionada desde este punto de vista: su noción de lo urbano como espacio de individualización y anonimato depende de la configuración espacial que analice y de la experiencia de los involucrados en esa dinámica espacial. Por ello no hay aquí una pretensión de definir lo urbano como un modo de vida específico.

7 La investigación empírica implica, además, una transposición entre la dinámica académica y otras dinámicas sociales. Este tema llevaría a otra vía de análisis de las transposiciones sociales.

8Las posibilidades y estrategias de acceso a esos diversos espacios para la realización de una investigación antropológica muestran en sí mismas parte de las lógicas sociales implicadas y de las dinámicas de cierre y apertura, de jerarquía y de contradicción que le dan vida a ese espacio.

9 En su comparación, la formación de estos barrios es resultado de diversas combinaciones de factores sociales e históricos —como la presencia de instituciones públicas, la relevancia de las distinciones de etniconacionales o raciales, y las condiciones de empleo/desempleo—, que se expresan en las características específicas de cada asentamiento (Wacquant, 2007). Se podría también analizar entonces estos espacios como transposiciones de diversas dinámicas combinadas.  

10 Aunque no necesariamente coherentes ni con un solo centro, como las han analizado Ahkil Gupta (1995) y Nuijten (2003).

11 Me refiero en particular al capítulo XXIV de El Capital, Tomo I: “La llamada acumulación originaria” (Marx, 1968: 607-649).

12Ver en particular el capítulo 16: “Género, fraternidad y familia en la recepción local de la política” (Escalona, 2009: 323-353). Por otra parte, el caso que analiza Durin, en su estudio sobre los indígenas en la ciudad de Monterrey, podría ser analizado en términos de lógicas espaciales: la visibilización de “los indígenas” se produce como parte de las estrategias de exhibición de marcadores de identidad en espacios públicos, como lo hacen los vendedores de artesanías. En cambio, lo indígena es invisibilizado en el caso de las mujeres trabajadoras domésticas, que viven entre el enclaustramiento de las casas de zonas residenciales y sus comunidades de origen. Las lógicas espaciales —de la plaza comercial y la calle, o de la residencial, por ejemplo— producen así distintas formas de lo “indígena” en la ciudad (Durin, 2008).

13 Sobre la historia de la ciudad en los siglos XIX y XX, consultar Aubry 2004 y 2008, Bermúdez 2005, Blasco 2001 y 2005 a y b, Contreras 2005, De Vos 1994 y 2012, Garza 2004 y 2012, Jordan 2008, Lewis 2004 y 2005, Molina 2013, Olivera y Palomo 2005, Paniagua 2011 y 2012, Porraz 2006, Robledo 2009, Rus, Diana 1997, Rus, Jan 2009 a y b, Vogt 1982 y 1994.

14 La inundación alcanzó también parte del otro lado del río, anegando el barrio de La Merced, ubicado en el núcleo urbano.

15 Me refiero a la Unidad Sureste del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, inaugurada en 1985, pero ubicada en las instalaciones referidas desde 1995.

16La imagen es visitada también por habitantes de otros barrios urbanos, como San Ramón, y de otros pueblos tzotziles de los alrededores, como Chamula.

17En los años cincuenta del siglo XX, el Ojo de Agua era conocido como 4ª sección de El Cerrillo (Porraz, 2006).

18Su hija heredó varias casas de la ciudad, en especial en el barrio El Cerrillo —en el casco urbano—; la renta de las casas era una de sus fuentes de ingreso, mientras ella misma habitaba una casa del centro de la ciudad. El molino sigue siendo de la familia; en un terreno contiguo a éste un nieto de doña Etelvina —empresario del turismo y candidato a la presidencia municipal por el PAN en 2007— construyó su residencia.  

19Así como las historias presentadas en las siguientes páginas, hay otras más. Un antropólogo carpintero que habita en otro barrio de la ciudad dice que contrató en algún momento albañiles y carpinteros de Ojo de Agua, conocidos como buenos en estas artes. Igualmente, un habitante del barrio ha trabajado en estos oficios por muchos años, en obra pública y privada. Su sala está adornada con muestras de sus destrezas, que incluyen pinturas al fresco, piezas de madera tallada y trabajo de albañilería; además, por su experiencia, es ahora maestro en una escuela de Artes y Oficios en la ciudad, en donde enseña acabados de albañilería, carpintería y pintura. Otro más trabaja con un arquitecto que tiene su constructora y que recientemente laboró en la restauración del museo del INAH en el ex-convento de Santo Domingo, en la ciudad, una obra que contó con financiamiento de Banamex.

20Se usan seudónimos para la presentación de los datos de estas personas. María falleció en 2013.

21 Los hermanos Hernán y Moctezuma Pedrero surgieron como importantes empresarios en Chiapas a raíz de su negocio de producción y venta de aguardiente de caña, que prosperó por la protección gubernamental y una red de colaboradores en todo el estado. Mucha información del funcionamiento del monopolio fue publicada recientemente, rescatando un informe elaborado en los años cincuenta por Julio de la Fuente (2009). Ver también Blasco 2001 y 2005 a y b, y Lewis 2004 y 2005. Las inversiones de los hermanos Pedrero se transfirieron también al espacio urbano. Hernán, por ejemplo, adquirió varios edificios y predios en la ciudad de San Cristóbal, desplazando del centro a algunas de las anteriores familias de comerciantes y políticos. Algunos de sus descendientes transfirieron la riqueza hacia negocios ligados al turismo, como hoteles, restaurantes y bares, desde los años ochenta.

22 Aunque en el informe de Julio de la Fuente sobre el monopolio del alcohol en Chiapas asegura que el posh producido por estas empresas era de muy mala calidad, doña María dice que ella prefería vender ése —y no el clandestino que producían los indígenas— porque era de mejor calidad.

23Ocupaba uno de esos cargos de los que nos habla Aguirre Beltrán (1981) en su análisis de las “relaciones interétnicas”.

24 La tienda fue fundada por una comerciante al menudeo que empezó vendiendo en un puesto en el piso. Según su página de Facebook (TiendaDeDonaChole), la tienda inició en 1938. Ahora tiene un local grande atrás del palacio municipal, en el centro de la ciudad.

25 Aparte de su pensión el esposo de María recibía hasta hace poco también dos costales de azúcar del ingenio.

26Es un centro educativo de educación profesional postsecundaria y preuniversitaria, del Consejo Nacional de Educación Profesional Técnica. 

27 Luego la hija de María me mostró otra foto. Era un grupo de señoritas que asistían a clase con sacerdotes en el seminario, estaba tomada en las escaleras de la iglesia de Santo Domingo, cuando la plaza era abierta y no había indígenas vendiendo artesanías —calculamos que era 1966.

28 Con la llegada de población indígena a la ciudad se produjo también una disputa por los espacios públicos. Uno de los casos más conocidos es el de la plaza de la iglesia de La Caridad y Santo Domingo, en la anterior frontera norte de la ciudad. Desde los años setenta la plaza ha sido paulatinamente ocupada por puestos de artesanías para el turismo, controlados por organizaciones indígenas. Desde entonces pocas veces se han levantado los puestos, como cuando se utilizó la plaza como escenario para la visita de las concursantes del certamen de belleza Miss Universo 2007, o en ocasión de la filmación de algunas escenas de telenovelas producidas por cadenas nacionales.

29Esto incluye a doña Etelvina, propietaria de bienes raíces, y sus descendientes ahora involucrados en las empresas turísticas, el comercio y la política; también a los hermanos Pedrero, inversionistas tanto en el alcohol como en bienes raíces, hoteles, agencias de autos y restaurantes. Algunos de sus descendientes tienen todavía presencia en los negocios del turismo y los automóviles, operando con franquicias de grandes corporaciones, además de que uno de ellos está involucrado en la política municipal. Igualmente está la fallecida Doña Chole, de quien se dice inició como pequeña comerciante con un puesto en la calle, para dejar como herencia ahora una de las más grandes tiendas de telas y ropa en el centro de la ciudad. 

30En cambio, es parte de nuevos esquemas de política social, como adulto mayor.

31Un aspecto importante de esta transición es la fuerte presencia de los servicios turísticos, que están atrayendo las inversiones de los antiguos propietarios de fincas rurales, molinos, ganado o fábricas de alcohol, pero también tienen un impacto en la transformación del ambiente en escenario para el turista, y de algunas actividades en performance también para el consumo de los visitantes, o en la venta de las llamadas artesanías.

32Don José dice que la presencia de evangélicos y el alejamiento de los santos han producido este desinterés por sus productos; pero no es sólo impresión de él. He tenido oportunidad de preguntar en otras tiendas de santos y objetos religiosos, y la queja fue muy semejante. Una mujer que tiene su negocio a un lado de la iglesia de La Merced, a pocas cuadras del centro, me explicaba también que hace mucho que no compra más objetos religiosos, y que lo que tiene es lo que está tratando de vender desde hace varios años —traído de la ciudad de México—. Por eso combina su mercancía con abarrotes, y con dulces y panes locales. Ella también dijo lo mismo: hay muchos evangélicos, por eso ya no se venden los santos. Su hijo está en el negocio de las zapaterías.

33Una sobrina de doña María, que tiene también una tienda y compraba productos de los indígenas, lamentaba que todo eso hubiera cambiado tanto, y que ya no se vendan esos productos más que en pequeñas cantidades. “Los indígenas están ya en la ciudad, venden ellos mismos sus productos y tienen comercios de muchas otras cosas, además de carros y carreteras que los llevan por otros rumbos. Los que ahora surten las tiendas locales son los camiones de refrescos, frituras, pan industrial, dulces y cigarros, siguiendo rutas de distribución de empresas diversas”. “Los indígenas —decía— ahora llegan a comprar esas cosas y no a vender”.

34Los antiguos propietarios de inmuebles, comerciantes y fabricantes de aguardiente han fallecido; sus descendientes, como ya se dijo, están invirtiendo en nuevos negocios, como los servicios turísticos, bares y restaurantes, la formación profesional, o en carreras políticas en distintos partidos.