Bajo la mira: efectos de las políticas y mecanismos ambientales en las prácticas de cacería por habitantes de la Reserva de la Biósfera Montes Azules, Chiapas

Under Surveillance: Effects of Environmental Policies and Mechanisms on the Hunting Practices of Reserva de la Biosfera Montes Azules’ Inhabitants

Rodrigo Megchún-Rivera[*]

Resumen: El artículo busca explicar los cambios en las prácticas de caza, captura, e incluso conservación de la fauna silvestre por parte de los pobladores del ejido Emiliano Zapata y algunos núcleos agrarios vecinos, en función de las transformaciones en las políticas ambientales implementadas en la Reserva de la Biósfera Montes Azules. Inicialmente el texto plantea una periodización de estas políticas desplegadas regionalmente: de un sentido impositivo inicial a su actual carácter, parcialmente, coparticipativo. Al respecto, el principal argumento es que la conjunción de políticas, mecanismos, recursos, discursos y sujetos ambientales conforman en la actualidad un tenue y disputado proyecto hegemónico de gobernanza en la materia (Roseberry, 2002 [1994]; Foucault, 2006 [1978]; Trench, 2008). En relación con la cacería el artículo propone una clasificación muy elemental de los tipos y sentidos con que la efectúan los pobladores: para el autoconsumo, pero también para la protección del ganado —al cazar a los grandes felinos—, de los cultivos —al cazar una serie de herbívoros— y de sus personas —por ejemplo, al matar a las serpientes—. Al analizar los múltiples modos en que las crecientes intervenciones ambientales inciden en los sentidos y la intensidad de la cacería por parte de los pobladores, el artículo revisa casos de: borradura de la normatividad y simulación en su cumplimiento; adopción parcial y estratégica, por parte de los sujetos, de algunos de los preceptos y narrativas que restringen la práctica —la idea de que la disminución de la caza “producirá” más animales—; adecuación interesada y funcional de la práctica a la actual configuración y definición del territorio —no cazan por ser “parte de lo que los turistas quieren ver”—; el condicionamiento de no efectuar la cacería, a cambio de un mayor involucramiento de los pobladores en los proyectos, espacios y recursos vinculados al cuidado ambiental; convergencia y divergencia entre los argumentos de los especialistas ambientales y parte de la población —como en el caso de la cacería a los jaguares que atacan el ganado, los que para algunos pobladores representan “nahuales”—. Las conclusiones apuntan no a la carencia de intervenciones ambientales para regular la cacería, sino al modo en que las múltiples adecuaciones de la práctica parecieran impulsar un mayor grado de intensidad del régimen de gobierno ambiental.

Palabras clave: políticas ambientales, Reserva de la Biósfera Montes Azules, usos de la cacería, régimen de gobierno ambiental, sujetos.

Abstract: The article seeks to explain the changes in hunting, capture, and even conservation of wildlife practices, by residents of ejido Emiliano Zapata and some neighboring agrarian locations, considering the transformations of environmental policies implemented in Montes Azules Biosphere Reserve. Initially, the text proposes a periodization of environmental policies deployed regionally: from an initial authoritarian sense to its current character, partially co-participative. In this regard, the main argument is that the combination of environmental policies, mechanisms, resources, discourses and subjects, currently shape a tenuous and disputed hegemonic project of environmental governance (Roseberry, 2002 [1994]); Foucault, 2006 [1978]; Trench, 2008). In relation to hunting, the article proposes a very elementary classification of the types and senses with which the inhabitants practice it: self-consumption, but also for the protection of the cattle —when they hunt wild felines—, the crops —when hunting a series of herbivores—, and themselves —for example, by killing snakes—. Analyzing the multiple ways in which increasing environmental interventions influence the senses and intensity of hunting practices, the article reviews cases of: erasure of regulations and simulation in their fulfillment; partial and strategic adoption by the subjects, of some of the precepts and narratives that restrict the practice —the idea that the decrease in hunting “will produce” more animals—; Interested and functional adaptation of the practice, to the current territorial configuration and definition —they do not hunt for being “part of what tourists want to see”—; The conditioning by inhabitants of not carrying out the hunt in exchange for a greater involvement in the projects, spaces and resources related to environmental care; Convergence and divergence on the arguments of environmental specialists and part of the population —as in the case of hunting jaguars that attack cattle, which for some inhabitants represent “nahuales”—. The conclusions point, not to the lack of environmental interventions that regulate hunting, but to the way in which multiple transformations of the practice seem to promote a greater degree of intensity in the environmental governance regime.

Keywords: environmental policies, Montes Azules Biosphere Reserve, hunting practices, environmental governance regime, subjects.

Introducción

En este artículo busco analizar algunos de los efectos y conflictos que ha implicado el creciente despliegue de políticas y mecanismos ambientales en la Reserva de la Biósfera Montes Azules, Rebima, en relación con las prácticas de cacería de pobladores cercanos a Laguna Miramar. Particularmente, aunque no de modo exclusivo, respecto a la caza de felinos silvestres. El estudio se centra en el ejido Emiliano Zapata,[1] si bien las historias y anécdotas analizadas hacen referencia a ejidos vecinos —siempre desde la perspectiva de pobladores de E. Zapata—, en tanto parte de una dinámica relativamente común: San Quintín, Nueva Galilea, Benito Juárez, Chuncerro, Lindavista, Pichucalco.

En este trabajo se entiende lo ambiental como un régimen de gobierno y veridicción, debido a que:

  1. Integra distintos campos de conocimiento.
  2. Resulta fuertemente articulado con procesos económicos y políticos.
  3. Se caracteriza por una amplia “difusión y consumo”.
  4. Corresponde al núcleo “de todo un debate político y de todo un enfrentamiento social” (Foucault, 1992 [1979]: 198).
  5. Conforma sujetos que lo retoman estratégicamente (Foucault, 2006 [1978]; Megchún, 2016: 112).

Todo lo cual decanta en una diversidad de objetos —v. gr., las normas ambientales—, dispositivos —la Rebima— y prácticas —la cacería y sus regulaciones—. Ahora bien, por razones de espacio en este texto sólo se aborda etnográficamente la conformación de sujetos ambientales. En este contexto, cabe indicar que el concepto de sujeto es entendido aquí desde dos acepciones:

  1. La persona como objeto de sujeción, toda vez que sus conductas se enmarcan en distintos regímenes de veridicción y gobierno.
  2. Simultáneamente, quien dota de subjetividad, parcialidad, delimitación e intereses a los regímenes. En este caso los sujetos corresponden a los pobladores de Emiliano Zapata y a los de ejidos vecinos, quienes comparten parcialmente algunos argumentos, valoraciones, consideraciones y recursos del régimen ambiental; al tiempo en que le hacen adecuaciones con base en sus condiciones de reproducción, trayectorias, intereses y otros regímenes de veridicción en juego.

Mapa 1: Localidades de Rebima referidas en el texto.

Fuente: Laboratorio SIG-CIESAS-CDMX[2]

Tres tristes tigres

En agosto de 2012 me trasladé de Emiliano Zapata al ejido San Quintín. A pesar de que la distancia entre las dos localidades es de tan sólo quinientos metros, se trata de poblaciones relativamente distintas.[3] Al caminar por la pista aérea del segundo ejido, a escasos metros del cuartel militar ahí instalado, llamó mi atención un felino en manos de un par de adolescentes. Inicialmente supuse que se trataba de un hermoso gato y pregunté por él a los jóvenes, quienes dijeron que se trataba de “un tigre” que pobladores de San Quintín le habían vendido a su padre, un soldado del ejército mexicano, por la cantidad de $900 pesos —aproximadamente $70 dólares, al tipo de cambio de entonces—. No fui el único interesado en el animal. Un militar, amigo de los jóvenes, buscó tomarse una foto con el cachorro. Mientras el soldado preparaba la escena aproveché también para captar el momento:

Figura 1: Militar con cachorro de felino silvestre afuera del cuartel militar de San Quintín.[4]

Fuente: autor, 2012

En los siguientes días busqué conocer la opinión de algunos pobladores de E. Zapata sobre el hecho. Al mostrar la imagen pude conocer algunas otras historias relacionadas con la caza o captura de felinos silvestres. Pablo, un joven pentecostés, indicó que no se trataba propiamente de “un tigre” —uno de los modos en que localmente llaman al jaguar— sino de un “tigre cangrejero”, el cual no crece tanto como aquél sino “sólo como un perro grande”[5] . También refirió la ocasión en que él y su hermano encontraron un cachorro de “pantera negra” —aparentemente Panthera onca color negro— en una pequeña cavidad a orillas de la milpa. Uno de los hermanos cavó el fondo de la oquedad, mientras el otro esperó con un costal por el frente. En cuanto picaron con una vara al cachorro, éste saltó para quedar atrapado en el saco.

Lo anterior fue en “1996 o 1997”, cuando el entonces precario cuartel militar de San Quintín tenía poco de haber sido instalado.[6]

Esa misma tarde los hermanos mostraron el animal a un “capitán del batallón” con el que habían hecho amistad durante la construcción del edificio castrense. El militar inmediatamente quiso saber el precio. Según Pablo, ellos lo ofrecieron por “400 pesos de aquel entonces”, con el —falso— argumento de que el animal era “manso” y “se dejaba agarrar” —aunque en nuestra conversación, se sinceró: “qué se iba a dejar”—. Por su parte, el capitán les ofreció 200 pesos con el argumento —probablemente, también falso— de que si sus superiores veían al felino, se lo quitarían y lo dejarían libre. Con esos atenuantes la negociación fue cerrada en 250 pesos —aproximadamente, 35 dólares de 1996—. En relación con lo cual —caso 1— Pablo indicó: “pero no sé si el capitán lo pudo crecer [criar]”. Particularmente porque —como cabe imaginar— el ejemplar que vendieron “no quería ni acariciado”, sino que “siempre estaba alerta”, y en cuanto alguien se acercaba “atacaba a cada ratito.”

Pablo abundó en su apreciación en el temperamento de los felinos con otro relato. Aproximadamente en 2002-2004, un poblador del ejido “logró agarrar un tigrito igual que el de la foto”. El hombre encerró al felino en una rudimentaria jaula de madera y comenzó a alimentarlo con “pájaros y lagartijas”. Pero el felino logró escapar. El captor no había buscado ofrecer en venta al “tigrito” porque para entonces en Emiliano Zapata, “ya no permitían vender, ni nada” a ese tipo de fauna —caso 2—. Pablo añadió que antes de tal restricción en el ejido había más casos de venta de felinos porque, desde su valoración, “existían más jaguares”.

Un tercer caso fue descrito por Pablo. Según él, en el ejido Lindavista los felinos se encuentran en mayores cantidades que en E. Zapata, al grado que en ocasiones los perros cazadores resultan las presas, “por lo bravo que es el tigre”. Así le ocurrió a su cuñado, habitante de aquel ejido, quien perdió a uno de sus mejores sabuesos, cazado por un jaguar en las cercanías de la milpa. Como Pablo detalló, su cuñado encontró “al tigre” devorando “la cabeza del perro”, pero no le disparó “porque no se iba a morir con un balazo de [calibre] 22, no se muere, son peligrosos”. Entonces, el modo que el hombre ideó para acabar con “el tigre” fue inyectar al cadáver del perro veneno. Funcionó. Según la narración, el hombre fue y vino de su casa para “vacunar al perro”. Al día siguiente encontró los restos del sabueso devorado y, como a cincuenta metros, “el tigre muerto” —caso 3—. Sólo que aquí muerto el perro, y el jaguar, no se acabó la rabia. Como Pablo refirió: “Pero los tigres no dejaron de hacer travesuras. Ya eran varios jaguares, creo, porque siguieron matando perro”. En ese contexto busqué indagar hasta dónde los pobladores reconocían y seguían la normatividad de la caza de felinos, particularmente porque el ejido Lindavista está dentro de Rebima, con la correspondiente cauda de normas ambientales que la definen. Por lo cual pregunté, “¿no está prohibido cazar al tigre?” A lo que respondió: “Está. El problema es que en Lindavista se enojan porque se los acaba [a los perros]”.

En lo presentado hasta aquí, en un periodo que abarca cerca de veinte años, en los ejidos de Emiliano Zapata, San Quintín y Lindavista, los felinos han sido vendidos —a militares interesados en adquirirlos, como en el caso 1—; capturados, por el propio deseo de los pobladores de poseerlos —caso 2—; o muertos, básicamente por atacar a los animales de los ejidatarios —caso 3—. Pese al carácter fragmentario de estas referencias puede indicarse que, en estos casos, los felinos corresponden a cachorros que resultaron presas más o menos fáciles de capturar, en una dinámica que podríamos denominar como captura de ocasión; o a ejemplares que atacaron la propiedad de los pobladores, lo que podríamos considerar como una respuesta de los habitantes. Desde mi perspectiva estos eventos presentan diferencias y matices que sólo logran entenderse al considerar el paulatino despliegue de políticas ambientales en la región. En el artículo busco mostrar el modo en que las prácticas de cacería de estos pobladores han tenido una serie de modificaciones, como efecto de las crecientes políticas ambientales implementadas en Rebima —y la Lacandona en general.

El apartado siguiente pretende ser una introducción elemental para quienes desconozcan el despliegue de las políticas ambientales en Rebima. En él buscaré periodizar las principales transformaciones que signan las intervenciones en la materia. De manera inicial, la periodización refiere al modo en que durante las políticas territoriales de colonización y reparto agrario en la Lacandona —entre los decenios de los cuarenta y los setenta— no había un marco y sentido ambiental que acompañara a estas intervenciones. Posteriormente, y a lo largo de una década, 1978-1987, las políticas ambientales comenzaron a ser desplegadas regionalmente con un marcado sentido impositivo. Lo cual dio paso a un fuerte distanciamiento entre pobladores y autoridades ambientales; y quien dice ello dice no colaboración en la materia —1988-2000—. Finalmente, el actual periodo —desde finales de los noventa, pero sobre todo a partir del año 2000 y hasta la fecha— se caracteriza por un mayor involucramiento de los habitantes de Rebima en distintos mecanismos conservacionistas; y como parte de ello, por un intenso campo de interrelación en torno a lo ambiental, conformado por pobladores, autoridades gubernamentales, ONG, turistas, consumidores, activistas, científicos y especialistas. Luego de esta periodización, en las siguientes secciones del artículo se retomará en su relación con las prácticas de caza de los pobladores.

Cambios periódicos en las políticas ambientales implementadas en Rebima:
la paulatina conformación de un régimen de gobierno

1. Como ha sido ampliamente documentado y analizado, entre el decenio de los treinta y finales de los setenta del siglo pasado, la selva Lacandona fue un espacio de colonización[7] promovido por autoridades gubernamentales —tanto federales como estatales—. Al grado que, a excepción de la reducida población de hablantes de maya yucateco —los lacandones—, el resto de los habitantes de la región han formado parte, directa o indirectamente, de esta experiencia moderna de colonización.

Desde una mirada retrospectiva puede plantearse que durante el periodo de colonización aquí definido, los operadores del Estado mexicano y los nuevos pobladores carecían de consideraciones ambientales hacia la región[8] —esto es, no formaban parte del régimen discursivo desde el cual valoramos al entorno en la actualidad—. Aunque hoy día la “selva” puede ser conceptualizada, entre otras definiciones, como reserva o fuente de biodiversidad, en aquel periodo era concebida —salvo excepciones individuales— como área despoblada; espacio para el desarrollo y la colonización; o bien, desde la perspectiva de los pobladores, como sitio adverso, fuente de alimentación, posibilidad de reproducción independiente. Durante aquel periodo la selva fue ocupada mediante discursos de reparto agrario y desarrollo, sin que en ellos pesara especialmente la consideración ambiental.

2. Posteriormente, en la región comenzaron a desplegarse medidas ambientales con un sentido vertical e impositivo, 1978-1987. La principal intervención implementada, sin duda, fue Rebima —decretada en 1978—: la primera Reserva de la Biósfera en Latinoamérica, la cual fue promovida por activistas como Gertrude Duby, y diseñada por biólogos como Gonzalo Halffter y Pedro Reyes Castillo (Reyes y Halffter, 1976). Al hablar en números aproximados, en la primera década de implementación de la Reserva, las autoridades forestales y agrarias buscaron impedir a los integrantes de distintos ejidos del área, entre otras actividades: el desmonte de nuevas áreas de selva, el empleo de la roza-tumba-y-quema (García, 2000), la cacería, e incluso la permanencia en la región (Leyva y Ascencio, 1996; De Vos, 2002; Rodés, 2011). Luego de una tenue aceptación inicial de estas restricciones por parte de algunos pobladores, en general, a cada intento de imponer las prohibiciones ambientales correspondió una airada reacción de los sujetos, particularmente de los habitantes de las cañadas circundantes a la Reserva (Villalobos, 2012; Megchún, 2016). Como ha sido documentado en la bibliografía sobre políticas de conservación, en ocasiones el exceso de restricciones puede conducir a una mayor explotación del entorno a preservar: como forma de derribar —junto a los bosques— las normatividades ambientales impuestas (Boyer, 2007). En el caso de la implementación inicial de Rebima no puede afirmarse que haya aumentado la explotación o la ocupación del entorno, pero sí que el carácter impositivo de las medidas condujo a una marcada distancia entre los pobladores y las autoridades agrarias y ambientales.

3. Resultado de esa distancia el siguiente periodo de despliegue de políticas ambientales —entre 1988 y el 2000—[9] puede ser caracterizado, a tenor con Trench (2008), como “de papel”. Si las autoridades gubernamentales pretendían que los pobladores salieran de Rebima, o que limitaran su ocupación espacial, fueron más bien las autoridades las que vieron coartado su accionar, o incluso tuvieron que abandonar la selva (Villalobos y Trench, 2014; Megchún, 2016). Al reducir el proceso hasta límites de esquematismo: las autoridades hacían como que conservaban, básicamente al emitir normas, planos y decretos, mientras los pobladores habían reforzado la idea de que en las tierras que poseían, ellos eran quienes “por ley” mandaban. Sobre el carácter de Rebima como Área Natural Protegida, ANP, “de papel” hay una selva de datos, tales como: los múltiples y contradictorios planos que trazaban distintas delimitaciones de la Reserva; o las proyectadas unidades de investigación y monitoreo científico —una de las cuales pretendía hacerse en Miramar—, que en la mayoría de los casos nunca se concretaron —salvo estación Chajul—. Grandilocuentes objetivos y proyectos, pulcramente asentados en planos, publicaciones y diarios oficiales —y cuya proyección ocasionó más de un conflicto—, en gran medida al margen de las dinámicas que se vivían sobre el terreno.

4. Finalmente, el actual periodo, 2001-2018, caracterizado por un creciente involucramiento de los pobladores de Rebima en particular, y la Lacandona en general, con distintos mecanismos y políticas de cuidado ambiental: ecoturismo, programas específicos de fomento al desarrollo sustentable,[10] Pago por Servicios Ambientales, PSA. Todo lo cual representa la sustitución del carácter restrictivo de las medidas conservacionistas por un sentido coparticipativo. Lo que decanta en la conformación de los pobladores de la región como sujetos ambientales.

En efecto, como pretende mostrar el artículo, en el actual periodo los habitantes de Rebima se han relacionado activa y sistemáticamente con la conservación del medio, no sólo porque formen parte de un conjunto de programas en la materia, sino también por reconocer el peso de las instituciones, recursos y actores ambientales; compartir parcialmente algunos de los conceptos, preceptos y argumentos concomitantes; resultar interesados en la empresa; así como también por efectuar una serie de cuestionamientos, adecuaciones y apropiaciones a tales intervenciones. De la imposición inicial se ha pasado a un horizonte tenuemente compartido. Del embargo al comercio a la negociación.

Esto no quiere decir, en absoluto, que los pobladores hayan adquirido una especie de conciencia ambiental —y menos aún, que debieran hacerlo—; únicamente, que reconocen la centralidad —quizá incluso ineluctabilidad— del régimen y sus agentes. Tampoco se habla aquí de procesos de democratización, toda vez que los pobladores integran el entramado ambiental de manera subordinada —ante el peso de los gestores y profesionales de la conservación—. Para mayor precisión, el que estos habitantes formen parte del régimen ambiental no supone homogeneidad valorativa y práctica: si los sujetos comparten —parcialmente— el horizonte e interés conservacionista, ello no obsta el que hagan cuestionamientos al mismo y entablen disputas con las autoridades en la materia; que retomen parte de los argumentos ambientales de modo situado e interesado. Así entonces el actual periodo de intervenciones en Rebima y Lacandona puede ser entendido como un disputado proyecto hegemónico (Roseberry, 2002 [1994]) de gobernanza ambiental (Trench, 2008), que ha configurado en distintos grados este territorio y población.[11]

Tras las huellas del régimen ambiental en las prácticas locales de cacería

En este apartado buscaré relacionar la periodización recién presentada, con las prácticas de cacería de los pobladores de Emiliano Zapata y los ejidos vecinos; particularmente respecto a los casos de captura y caza de felinos silvestres referidos en la primera parte del artículo. Para no perder el hilo de la discusión he de explicitar: las transformaciones y el incremento en las intervenciones ambientales han incidido parcialmente en las prácticas cinegéticas de estos sujetos, tal como espero desarrollar. En este marco me permito introducir, en estricto orden cronológico, una viñeta sobre la cacería de jaguares —pero también de los jaguares en tanto depredadores—, ocurrida en 1944 en los linderos de la Selva Lacandona; a cuarenta kilómetros de la villa de Ocosingo. En aquella incursión, Álvarez del Toro[12] cazaba y disecaba ejemplares de fauna silvestre para el Museo de Historia Natural de Chiapas. Como narra el propio Álvarez (1990 [1985]: 143 y ss.), inicialmente pasó por la finca Tecojá e instaló su campamento en la confluencia del río Jataté con el arroyo El Jordán —cerca del río Las Tazas—, en las cercanías del campamento maderero recién abandonado de Monte Líbano. El sitio era un “salitrero natural”, por lo que resultaba un lugar privilegiado para el encuentro de fauna regional, como venados, tapires, jabalíes, así como los depredadores de estos animales. Entre estos últimos se encontraba “un tigre” habituado a cazar ganado y, según la leyenda negra que pesaba sobre su lomo, a comer carne humana:

[Aquel] animal era muy temido porque había devorado ya a varias personas y por eso … le habían puesto precio a su cabeza. Según los detalles que nos dio —uno de los escasos pobladores del área—, se trataba de un individuo nómada que mataba una res aquí y la siguiente muchos kilómetros más lejos; además desaparecía por largas temporadas y luego regresaba para hacer estragos en los ganados … Se trataba de un animal muy mañoso, con muchísima experiencia, ya que lo habían tiroteado bastantes veces; además, también con frecuencia lo persiguieron con jaurías, pero pronto aprendió a matar a los perros … [Para ello] desarrolló una técnica notable: al escuchar los ladridos corría monte adentro, luego daba un rodeo y se colocaba en un sitio estratégico junto a sus mismas huellas. Naturalmente, los perros seguían sus rastros y por eso fácilmente caían en la emboscada (Álvarez, 1990 [1985]: 143).

Más adelante retomaré de modo elemental la etiología del jaguar como depredador. Ahora sólo he de indicar que, indirectamente, Álvarez describe parte del paisaje de los linderos de la selva en los años cuarenta —particularmente del área de las Cañadas—, el cual podemos recrear con base en De Vos (2002): entonces un territorio explotado por madereras, aunque con impactos ambientales focalizados —sobre todo en las cercanías de los ríos—; en el que podían encontrarse esporádicas fincas ganaderas y agrícolas —con muy reducidos asentamientos poblacionales—; y donde había una abundante fauna selvática. No fue sino hasta cerca de quince años después de esta incursión cuando se fundaron distintos ejidos en el área: Monte Líbano, Taniperla, Las Tazas (Rodés, 2011).

Aproximadamente a cincuenta kilómetros selva adentro del área referida por Álvarez, y cuarenta años después, fue fundado el ejido Emiliano Zapata, en 1968, en el marco de las políticas de reparto agrario y de colonización de los trópicos entonces vigentes en la Lacandona. Los pobladores del ejido procedían del norte de la entidad y en los primeros años de asentamiento vivieron una bonanza en la actividad cinegética. No era para menos, pues el flamante ejido se encontraba cerca de Laguna Miramar: un auténtico santuario animal dentro de la selva. Al respecto, uno de los fundadores recordó así aquellos primeros años:

No había necesidad de hambre, nada. Empezamos a poblar, a trabajar, a cultivar la tierra. Había muchos animales … Aquí nomás cerquita [a] la orilla del río. Había mucha carne de los animales para comer: jabalí, senso, faisán, pavas, armadillos, tepezcuintles. De todo, ¡había pero animales bastantes! Y teníamos perro. Por eso así estuvimos tranquilos, contentos con la familia.

Para valorar esta dinámica, para entender a los pobladores en tanto agentes activos en la ocupación y uso de “la montaña”[13] , no podemos partir de nuestros —y actuales— marcos de entendimiento. No hablo aquí del esperado, e incontrovertible, argumento de la necesidad de proteína animal por parte de los pobladores. Me refiero más bien a la, ya indicada, no prevalencia de consideraciones ambientales en los decenios de los sesenta o setenta del siglo pasado —e incluso posteriormente—, por parte de los funcionarios promotores de la colonización, o de los colonos selváticos. Lo cual no pretende decir que los promotores del reparto agrario y los nuevos habitantes no tuvieran distintas valoraciones y consideraciones hacia el entorno —v. gr., espacio adecuado para la colonización campesina—, pero éstas carecían de un sentido de afectación o de conservación ambiental.

Cuando posteriormente fue el decreto de Rebima, varios ejidos del suroeste de la Reserva —en el Valle de San Quintín y en la cañada Betania—, entre ellos Emiliano Zapata, fueron amenazados con no ser reconocidos legalmente. La amenaza redundó en una fuerte oposición y organización por parte de los afectados, quienes a la larga consiguieron permanecer en el sitio. Con ello configuraron parcialmente a la propia Rebima. Como se ha señalado, resultado de este encono se estableció una marcada distancia entre las autoridades ambientales y los habitantes de la región.

Justamente durante este periodo de relativo vacío entre las autoridades y los pobladores tuvo lugar la venta en Emiliano Zapata de un cachorro de “pantera negra” a un “capitán del ejército”, entre 1996-1997 —caso 1—. Al respecto, aunque la prohibición de cazar o de perturbar a la fauna existiera en las propuestas iniciales de funcionamiento de Rebima —emitidas en 1990 y 1992—, la interdicción era ignorada —en toda la extensión de la palabra— por los pobladores… y por el propio personal de gobierno —como el militar que adquirió el animal.

Posteriormente fue publicado el Programa de Manejo de Rebima —en el año 2000, sólo veintidós años después de decretada la Reserva— e implicó, como no podía ser de otra manera, inercias en cuanto al sentido de simulación de las medidas conservacionistas. Particularmente en cuanto al pretendido carácter participativo y consensual de la normatividad que acompaña a la zonificación de la Reserva (INE, 2000: 5). Por razones de espacio no puedo detenerme en el método con el que supuestamente las autoridades habrían alcanzado el sentido incluyente del conjunto de reglas. Únicamente destacaré que en él se encuentran planteamientos eminentemente ajenos a los pobladores —en quienes, por cierto, principalmente recae la normatividad—; y correspondientes más bien a los funcionarios, académicos y activistas que diseñaron el Programa.[14] En relación con las prácticas de cacería, el Programa indica que queda “prohibida” toda forma de afectación directa a la fauna silvestre, con excepción de la cacería de autoconsumo.[15] Con ello la normatividad desconoce las especificidades con las que los habitantes de Rebima efectúan la actividad. Los pobladores de los presentes ejidos ciertamente cazan por motivos de autoconsumo —a tepezcuintles, venados, armadillos, determinadas aves, entre otros animales—, pero también para enfrentar a la fauna que les representa alguna afectación o peligro: como por ejemplo, las serpientes en general[16] —las que no son para “autoconsumo”—, los jaguares, que pueden atacar al ganado, o los animales que perjudican a los cultivos —parte del conjunto de los herbívoros, los que en general son considerados por los pobladores como adecuados para la alimentación—. Vale decir, los pobladores no sólo cazan para la alimentación sino también para proteger sus fuentes de ingreso —básicamente el ganado—; de alimentación —los cultivos—; su propiedad, en general —los perros de caza—, o bien a su persona. Distancia entre la normatividad y las valoraciones y prácticas de los sujetos que no impide a las autoridades ambientales plantear en el Programa que las restricciones que acompañan a la zonificación son “producto de un arduo y exhaustivo proceso de consulta y consenso…” (INE, 2000: 66).

Cuadro 1: Normatividad de algunas actividades permitidas y no permitidas en Rebima, según zonas.[17]

Actividades

Zona de

Protección

Zona de Uso

Restringido

Zona de Uso

Tradicional

Zona de Aprovechamiento Sustentable de los Recursos Naturales

Actividades de autoconsumo

No permitidas

Restringidas

Permitidas

Permitidas

Cacería, no para autoconsumo

No permitida

No permitida

No permitida

No permitida

Tala de árboles

No permitida

No permitida

No permitida

No permitida

Cambio de uso de suelo

No permitido

No permitido

No permitido

Sí, restringido

Fuente: INE (2000: 227)

Ahora bien, contrario a la inclusión de papel que en buena medida implica el Programa de Manejo de Rebima, el despliegue de distintos mecanismos de desarrollo sustentable en la región —ecoturismo, PSA, entre otros— ha representado la adhesión parcial de los pobladores a prácticas que pueden ser consideradas como de carácter conservacionista. Todo lo cual ha tenido efectos no necesariamente calculados en el ámbito de la cacería. Así, por ejemplo, en los primeros años de fundación de E. Zapata sus integrantes cazaban saraguatos (Alouatta pigra), como fuente de alimento y por considerar que su carne estimulaba el vigor sexual (Megchún, 2016: 155). No obstante, en la actualidad ya no cazan esa especie. Por el contrario, se encargan de mostrar, a los turistas que reciben, los saraguatos que se encuentran en Laguna Miramar; e incluso algunos miembros del ejido están orgullosos de contar con grupos de saraguatos en sus cafetales, lo que refieren como muestra indubitable de un compromiso individual con la conservación de la selva.[18] Para decirlo pronto: algo tuvo que haber ocurrido para que la cacería del saraguato de algunas décadas atrás cediera el paso al actual orgullo por su conservación.

En el caso de los ejidatarios de E. Zapata, desde 1996 comenzaron a desarrollar un proyecto de turismo, que paulatinamente viró al ecoturismo. Con lo cual lo ambiental comenzó a ser aprehendido. Se pasó así de aquella etapa del soslayo o rechazo a las impositivas intervenciones ambientales —”no cazarás”—, a una de interés y —ahora sí— relativo consenso en las mismas —“no cazarás… a los animales que resulten atractivos”—. En este marco presento las reflexiones de Carlos, un poblador de E. Zapata:

Carlos: El saraguato es el que estamos vigilando, ya firmamos un acuerdo. Antes sí lo cazábamos, pero ahora ya no, ya está prohibido.

Yo: ¿Y por qué lo prohibieron?

Carlos: No así estaba el visitante que llega como ahora. Ahora ya vienen muchos visitantes. La gente que viene de lejos les gusta conocer los animales. Como allá donde viven, en otras naciones, dicen que no hay montaña [selva] como ésta, por eso es que hay muchos visitantes. Les gusta la montaña, como está grande. Que es bonito, y que muy alegre se ve el monte, dicen pues. Le toman foto para llevarlo a otra nación.

Yo: ¿Por esa razón lo están cuidando?

Carlos: Unos visitantes lo escuchan el saraguato que llora: “¿qué es?”. “Es un animal”. “Queremos conocer”. Le toman foto, por eso ahí están todos los animalitos ahí. Hasta ahora [en la actualidad] han venido los saraguatos cerca [a la laguna y los cafetales], pero cazarlos ya está prohibido.

En su investigación con lacandones de Lacanjá, Trench también encontró y analizó una valoración semejante, de no cazar a determinados animales por ser parte de “lo que los turistas quieren ver” (Trench, 2002). Lo cual apunta a un efecto generalizado del ecoturismo. La cuestión no es simplemente que los pobladores conserven a ciertos animales —como a los saraguatos, que no afectan al universo de los pobladores—, por los beneficios pecuniarios que esto pueda traerles. Aunque algo hay de ello, hay que reconocer además que las medidas conservacionistas seguidas por los sujetos representan una gama de adecuaciones, diálogos e interrelaciones —como aquellas que son sostenidas con los propios turistas.

Al ubicarnos en la actual etapa de gobernanza ambiental cabe retomar el caso del felino capturado en E. Zapata y que posteriormente escapó a su cautiverio —el caso 2, ocurrido aproximadamente en 2002-2004—. Lo más significativo es que ya para aquellos años, y para retomar las palabras de quien refirió el hecho, en el ejido “ya no permitían vender, ni nada” a esa fauna. En este caso los pobladores desarrollaron una reglamentación interna —la prohibición en el ejido de vender a los felinos—, a tenor con la normatividad de la Reserva. Una adecuación a los marcos ambientales que, desde mi perspectiva, no fue simplemente el resultado de la publicación del Programa de Manejo de Rebima, sino producto de la más amplia vinculación de los sujetos con las autoridades, los proyectos, los recursos y los discursos ambientales.

A su vez, también en este caso de prohibición explícita de cazar saraguatos en E. Zapata, el testimonio indica compromisos signados —“ya firmamos un acuerdo”[19] —. De modo que, para tener efecto, las normas regionales deben ser armonizadas con las locales, las que suelen tener preeminencia. Algo que no siempre tiene lugar, o que puede resultar conflictivo (Megchún, 2017). Con todo, y esto no es decir demasiado, las normas y los acuerdos resultan menos relevantes que la asunción e interiorización de éstos por parte de los sujetos. Para entender el despliegue local del régimen ambiental no basta con considerar las normas en la materia. Puede mandatarse un gobierno ambiental, pero parecieran ser necesarios distintos mecanismos para hacer copartícipes a los sujetos, cuyo involucramiento depende de balances de fuerza específicos, trayectorias diferenciadas, insospechadas respuestas. Por ello he de insistir: el seguimiento de determinados enfoques y preceptos no es resultado de la mera emisión de normas, sino puesto en práctica en el despliegue de proyectos y mecanismos en los que los sujetos de la norma pueden encontrar recursos y márgenes de acción —como, por ejemplo, el ecoturismo.

De esta manera las medidas conservacionistas —parcialmente— retomadas por los habitantes se corresponden con las características que ha adquirido la región, la cual se ha convertido en todo un objeto de y para la conservación, la reflexión y la contemplación ambiental. Los pobladores también siguen o desarrollan algunos planteamientos en la materia, toda vez que les resultan redituables, prácticos, racionales. Al respecto cabe plantear que esta veda tan específica —la no comercialización de los felinos o la prohibición de la caza al saraguato— se inscribe en un proceso más amplio: la manera en que el régimen ambiental produce —digamos para sintetizar— medios, fines y cálculos estratégicos. Desde mi perspectiva parte de lo que aconteció para que algunos de los entendimientos y prácticas de los sujetos se transformaran fue la demostración del peso, la contundencia y centralidad del régimen ambiental.

Para cerrar esta vinculación de los casos de persecución a felinos, referidos en la primera parte del artículo, con la periodización de las intervenciones ambientales regionales, he de recuperar el caso del jaguar vendido a un soldado en 2012 en San Quintín. Al mostrar la imagen del militar con cachorro a don Hermilo le pregunté:

Yo: ¿Cómo ve que los de San Quintín andan vendiendo animalitos?[20]

Don Hermilio: O sea que está prohibido eso. Pero está muy mal porque, a pesar de que [los de San Quintín] ya están comprometidos sobre la Reserva, en la conservación, ya le entraron también a lo de PSA, ya firmaron el acuerdo. Pero ahí está pues que siguen vendiendo

… Desgraciados. Pero ya ves como es, hasta dónde llegan. Yo: ¿Será la necesidad?

Don Hermilio: De que hay necesidad, hay, pero aunque esté dura la necesidad el problema es que violan los acuerdos. Habiendo acuerdos es que, de todas maneras, ya le corresponde a la autoridad del ejido verlo también. Lo malo es que las autoridades [del ejido] ahí están con eso de que [hacen como que no…] miran lo que hace la gente. Luego, cuando ya estén con el problema [y se enfrenten a cuestiones legales…], ahí se van a despertar, porque es un delito también [el ser cómplices].

Hasta a las autoridades les va a tocar.

Resulta sumamente interesante la distinción que hace el habitante de E. Zapata: el problema no es sólo que esté prohibido comercializar esta fauna —una restricción establecida tiempo atrás—; sino también que los pobladores de San Quintín ya se han integrado a PSA y sus recursos —desde 2013—, y como parte de ello han firmado acuerdos específicos. Todo lo cual debería comprometerlos con la conservación.

Vale decir, se entiende que las reglas no siempre sean seguidas —particularmente si no hay quien las haga cumplir—, pero pareciera indignar que las reglas no sean retomadas cuando se han establecido compromisos por formar parte de mecanismos específicos en la materia. Como parte de la adecuación de las normas generales a las condiciones locales, don Hermilo considera que las autoridades ejidales deberían de ser las primeras responsables en controlar estas situaciones, con lo que adquieren atribuciones e implicaciones ambientales —una dinámica que en efecto tiene lugar en la región.

Cuestión aparte, mucho más difícil de analizar son las causas de la —presunta— venta del felino por parte de los pobladores de San Quintín. Al considerar el precio en que fue vendido el cachorro, probablemente la necesidad económica sea uno de los motores del hecho, pero a ello habría que sumar, entre otros factores: el que San Quintín no forme parte de Rebima, lo que sugiere un menor grado de involucramiento en las medidas ambientales; las diferentes configuraciones de cada comunidad —aparentemente ese ejido se caracteriza por tener un número muy elevado de jóvenes sin tierra—; la intensidad del contacto y comercio entre los pobladores de ese ejido y los militares —los que han mantenido una conflictiva pero intensa relación desde hace más de veinte años—; y la escasa presencia regional de las autoridades ambientales —que aparentemente son las últimas en enterarse de las dinámicas sobre el terreno.

En el siguiente apartado abordaré la relación con otros mecanismos implementados regionalmente, tal como el Pago por Servicios Ambientales, PSA, pero sin perder el foco en las implicaciones de los programas.

La rifa del tigre: efectos productivos de las crecientes restricciones a la cacería —y la pesca— en la región

Actualmente distintos mecanismos ambientales buscan incidir de modo interrelacionado en las actividades productivas y los usos del entorno que hacen los habitantes de Áreas Naturales Protegidas, ANP. Tal es el caso de PSA,[21] cuya implementación en Rebima busca repercutir en las actividades de pesca y caza de los pobladores. Así, por ejemplo, en 2010 le fue planteada a los ejidatarios de E. Zapata la posibilidad de iniciar el programa en sus tierras. La gestora ambiental que inicialmente se encargó de hacer la propuesta[22] parecía llevar las reglas demasiado lejos, ya que informó a los campesinos que el Programa no se limitaría a la conservación de la cobertura arbórea, sino que implicaría la prohibición total de pescar y cazar en el ejido. Severidad que, como cabe esperar, condujo a su rechazo —lo que nos recuerda al periodo de las políticas ambientales punitivas—. Al año siguiente un nuevo gestor volvió a proponer el programa, sólo que lo hizo en términos más flexibles: además de que no habría una estricta vigilancia en el grado de conservación forestal, los pobladores podían continuar con la pesca “siempre y cuando fuera para el consumo familiar”; mientras en el caso de la cacería deberían disminuir la intensidad de la práctica, pero sin llegar a abandonarla. Estos planteamientos lograron que los opositores internos al Programa lo aceptaran, por considerar que representaba un control limitado de las actividades realizadas en el ejido.[23]

Más allá de la innegable —y sumamente interesante— discrecionalidad y subjetividad en la actuación de los gestores (Asad, 2008 [2004]), llama la atención la asociación de PSA, desplegado regionalmente, con las actividades de pesca y caza, a pesar de que éstas no forman parte del diseño explícito del programa: se trata de un objetivo paralelo y no abiertamente estipulado del presente mecanismo, en el marco de la creciente incidencia de las medidas ambientales en las prácticas y la configuración de los sujetos que habitan la región. Estas prescripciones no escritas han tenido algunos efectos.

En el primer año de implementación de PSA en Zapata, en 2012, los ejidatarios llamaron a controlar la caza y la pesca en la asamblea ejidal. En aquel encuentro los participantes hicieron distintos planteamientos que nos permiten conocer algunas de las valoraciones que tienen sobre esas actividades. En las diferentes participaciones fue claro que para los ejidatarios —hago una síntesis—, la pesca y la caza son realizadas en distintos grados por los pobladores: desde quienes nunca las efectúan —“por no tener tiempo”—; aquellos que lo hacen eventualmente —sea para autoconsumo o, en el caso de la cacería, para proteger a los cultivos—; hasta los que “ya lo tienen de costumbre” y encuentran en la caza y/o la pesca una fuente importante de alimentación. A decir de los ejidatarios, en general son los pobladores más pobres los que efectúan y dependen mayormente de estas prácticas, lo que complicará su control ante la falta de alternativas. Asimismo, al comparar las dos actividades, los pobladores consideraron que la pesca resulta más importante como fuente de alimentación familiar. En ese marco llamaron a efectuarla “sólo para autoconsumo”, e indicaron que buscaban disminuir su intensidad “para que los peces se produzcan más”. No obstante señalaron que, a diferencia de la cacería, la actividad era prácticamente “incontrolable” porque las “comunidades [vecinas] tienen derecho a entrar a la laguna a pescar.” De modo que en el establecimiento de una reglamentación local, los sujetos consideraron el alcance regional de sus atribuciones. En cuanto a la cacería, se conminó a los participantes en la asamblea a que, específicamente, disminuyeran la caza de venados: “quienes la practiquen deberán reducir su frecuencia y limitarse a un ejemplar por incursión”. Finalmente, los pobladores insistieron en que se ven forzados a cazar a los animales que afectan a la milpa, o de lo contrario “vamos a morir de hambre nosotros”. En la conclusión del encuentro los sujetos plantearon que establecerían por escrito los señalamientos aquí referidos, para conformar el “reglamento interno del ejido” y poder sancionar posibles incumplimientos. Como en los anteriores casos descritos de leyes internas en relación con la fauna regional, el asunto representa cierta adecuación creativa de las crecientes restricciones ambientales a las condiciones y características locales.

Quizá el contexto de relativa prohibición —incluso satanización— de la caza y la pesca no era el más adecuado para preguntar sobre estas actividades. De cualquier forma, inmediatamente después de la asamblea busqué saber mayores detalles acerca de estas prácticas. En respuesta algunos conocidos me dijeron, con la mayor seriedad, que ya no se dedicaban a ellas. Lo cual no impidió que, con la amabilidad característica de la población, al terminar la conversación algunos me invitaran a comer, por ejemplo, lo que acababan de pescar en el río Perlas...

Yo: ¿y ustedes cazan venados?

Don Caralampio: Hay un chingo ahorita. Ya nadie sale en la cacería y los animalitos se van produciendo más.

Yo: ¿A poco ya no cazan?

Don Caralampio: Ya no mucho … Por el PSA que hicimos compromiso.

De entrada, resulta altamente relevante el que los habitantes retomen —y utilicen estratégicamente— el argumento de que la —supuesta— cancelación de la cacería, o la disminución de la pesca, “producirá” más animales. Lo cual representa el compartir con las autoridades ambientales categorías de entendimiento —el entorno como ámbito productivo— y narrativas —la posibilidad de cambiar los procesos de deterioro ambiental—. En este marco, el llamado en la asamblea a efectuar las prácticas “sólo para el autoconsumo” también representa retomar un argumento que legaliza y legitima la caza y la pesca de los pobladores. Con ello los sujetos se posicionan en el marco de la normatividad, aprehenden su lenguaje y —llegado el momento— se amparan con él.

Como puede apreciarse, en la anterior conversación don Caralampio presentó una imagen que suponía adecuada para una suerte de inspector ambiental; con quien probablemente me asoció por las preguntas efectuadas luego de la asamblea referida. En este caso, aunque el Programa finalmente fue aceptado en los términos planteados por el segundo gestor —quien acotó las prácticas al autoconsumo, pese a que sugirió disminuirlas—, la insistencia en la regulación y el cuestionamiento a estas actividades lleva a algunos pobladores a ocultarlas. Paradójicamente, los alcances de la norma —la legalidad de cazar y pescar para “el autoconsumo”— se vuelven oscuros bajo la intensa intervención de los gestores y las autoridades en la materia.

Ahora bien, la simulación y el ocultamiento no han sido las únicas estrategias que los pobladores han asumido ante el creciente cuestionamiento a la cacería y la pesca, tal como se manifiesta en las reuniones del Consejo Técnico Asesor, CTA, de Rebima: un espacio de encuentro entre “representantes de las comunidades” y las autoridades de la Reserva, Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas, Conanp, en el que se difunden y discuten lineamientos y programas ambientales.[24] Sin mayor preámbulo, presento aquí el testimonio de quien fuera el “representante de Zapata” en el Consejo durante los años 2010-2015, en relación con la discusión de la cacería,

Las autoridades llegan en la reunión del CTA, en Palenque. Allá sí se agarra Conanp [con…] todas las comunidades. “Estamos de acuerdo” [dicen los habitantes de Rebima], “no vamos a matar ni un [animal], ni uno, pero denos pues la comida del diario. … Ni modo que la selva se crece y la gente se muere. Que los animales vivan y la gente se muera. Estamos de acuerdo [con la conservación de la flora y la fauna], no vamos en contra, pero la verdad nos falta el pan de cada día. Denos un recurso para poder comprar, así no vamos a matar ni uno, ni vamos a derribar nada. … Ahí si ya nos vamos a poner a cuidar. A proteger directamente.”

Yo: ¿Y qué dice Conanp?

Representante de E. Zapata: No quiere. “No, pues está bien, entonces los animales que los afectan, que los molestan, no hay ningún problema, mátenlos” [reconocería Conanp…] [Nosotros queremos] un recurso, unos $4,000 pesos para sostenernos. Con unos $3,000 al mes sí ya podemos…

Desde la perspectiva del representante de Zapata en CTA, para las autoridades de Conanp “los animales” parecieran tener más derechos que “la gente”. Un planteamiento en sentido contrario a toda una serie de argumentos en torno a la región —y a otras ANP— que indican que las actividades productivas de los campesinos resultan contrarias a la preservación del medio: si en tales argumentos las actividades de los habitantes destruyen la selva, en el reclamo del sujeto las autoridades ambientales no toman en cuenta las necesidades de los pobladores. El corolario de lo cual sería la necesidad de cazar para la alimentación, pero también para la protección de los cultivos, el ganado, los bienes. Lo cual es hecho aparecer por el sujeto como avalado indirectamente por las autoridades: “está bien, entonces los animales que los afectan … no hay ningún problema, mátenlos”. Finalmente, el representante ejidal en CTA condiciona la asunción de las crecientes restricciones ambientales —en relación con la cacería, pero también con la conservación arbórea— a la recepción de “apoyos” adicionales; los que él calcula entre $3,000 y $4,000 pesos mensuales. Lo cual, más allá del interés pecuniario, representa la expresión de cuestionamientos al régimen de gobierno ambiental, desde las valoraciones, condiciones y posición de quienes resultan sus sujetos. Para abonar elementalmente a este aspecto de subjetivación del régimen —léase apropiación, relativización, adecuación—, en lo que resta del artículo presentaré otras valoraciones de los pobladores en relación con la persecución a los jaguares.

Límites al régimen de gobierno ambiental por parte de los sujetos

En los ejidos de la región un motivo importante de cacería a estos felinos es por el daño que llegan a causar al ganado —y, como se dijo en el caso 3, a los perros de los pobladores—. Al preguntar a don Anastasio, habitante de E. Zapata, sobre la frecuencia con que los jaguares atacan al hato señaló que ello es poco frecuente.

[Aunque] hubo un tiempo que sí empezó a cazar ganado … No fue aquí [en E. Zapata, sino…] en Benito Juárez, Galilea, Chuncerro, Lindavista. Pasó como a cuatro comunidades. Se echaba un becerro acá y brincaba a la otra comunidad … Pero tardó un buen tiempo. Ya cuando se dieron cuenta que ya volvió a venir, “¿pero dónde será?”. Y supieron que sí era tigre, se cargaba becerros de un año … Empezaron a velarlo [rastrearlo de noche], y por fin lo lograron alcanzar. Fueron un par [de individuos] que sabían cazar animales.

Por su parte, don Hermilo refirió el caso de un jaguar que fue muerto en las cercanías del ejido Pichucalco, aproximadamente en 2009. Según se decía en las localidades de la región, “ese tigre había matado a muchos becerros”:

Dicen que lo llegaban a correr con perro y se va. Y en pie de cerro, ya no regresa el perro, se lo echa ahí. Lo tiraban con bala, pero no le hace nada el [calibre] 22, no le entra en la piel. Pero dicen que lo pensaron muy bien, que llegó su tiempo, se organizaron. Fueron a buscar dónde es que más o menos se va … Era un solo paso por donde pasa [el felino], con piedras a los lados. Y dicen que cuando viene el perro se esconde y lo pesca. Lo fueron a ver, y dicen que había muchos huesos de animales. Que es su puesto para atrapar. Fueron dos comisiones allá, llevaron arma potente, R15, creo …

... Llegaron, y se pusieron en los lados [esperando al jaguar…] Así lo mataron. Pero está grandísimo, por algo le pusieron arma potente.[25] Yo: ¿Y la Conanp no los defiende a los tigres?

Don Hermilo: Sí, es prohibido, pero, ya ves, cuando ya está matando animales [ganado] más vale matarlo, no que esté acabando. Porque becerro que nace pues se lo echa y el becerro no puede defenderse.

En este marco cabe recordar la narración de Álvarez anteriormente presentada, de aquel “tigre cebado” (1990 [1985]: 143 y ss.): en ambos relatos el solitario jaguar tiene un área de acción sumamente amplia, al atacar al ganado en un polígono de decenas de kilómetros; al mismo tiempo, sus acometidas estaban mediadas por “largas temporadas”. A ello habría que sumar la astucia del felino para acabar con los perros de caza. Más allá de la etología, parte de lo relevante en términos etnográficos es la respuesta más o menos semejante de ganaderos del pasado y campesinos de la actualidad —dedicados a actividades agropecuarias—: acabar con el animal que afecta(ba) la principal fuente de ingresos de las familias de la región, la ganadería. A pesar de que podemos caracterizar al último narrador como alguien que en cierta medida comparte el discurso ambiental —él es uno de quienes celebran que los saraguatos se encuentren en su cafetal—, no duda en considerar como necesaria la cacería del jaguar cuando afecta al ganado —“más vale matarlo”—, aun en contra de la normatividad de la Reserva, ampliamente conocida por los sujetos. En este marco cabe referir algunos otros elementos implicados en el proceso de adecuación y delimitación del régimen ambiental a las condiciones de los pobladores.

A decir de don Leo, los jaguares sólo atacan al ganado “cuando tienen dueño”. Esto es, y según la concepción de los cuerpos y las almas que tienen algunos pobladores de la región, cuando son la manifestación anímica de alguna persona especialmente poderosa —los brujos—, cuyo accionar —el devorar al ganado— representa una confrontación social. Un entramado de significación: nahualismo, ampliamente estudiado en el caso chiapaneco (entre otros, Guiteras, 1965 [1961]; Pitarch, 1996; Escalona, 2009). De modo que el agresivo jaguar representaría la extensión y voluntad de alguien, y su ataque no tendría nada de “natural” —como parte de un encuentro entre felinos y reses— sino básicamente correspondería a un hecho social: del “dueño” del jaguar al propietario del ganado.

Según don Leo, así ocurrió en las localidades de Benito Juárez y Galilea, en las que un jaguar mató a varios becerros y vacas. Los pobladores afectados lo persiguieron con perros, pero el felino acabó con estos últimos. Incluso los habitantes de Benito Juárez habrían solicitado a Conanp que capturara al felino, ya que —como saben estos habitantes— la institución no autoriza cazarlo. Pero la Comisión no habría respondido oportunamente al llamado. Entonces uno de los pobladores persiguió y mató al jaguar con un AR15. Al día siguiente se supo que en una localidad cercana un hombre había muerto. Lo cual representa para don Leo, junto a otros pobladores de la región, una señal indubitable de la naturaleza y condición de aquel jaguar: la muerte del felino y el hombre no corresponderían a dos eventos separados, sino serían una muestra de la composición de personas específicas.

Más que suponer que la lectura de don Leo forma parte de una cosmovisión ancestral, o una inmutable ontología, al retomar a Escalona (2009) y a Geschiere (2012) considero que se trata de un código de entendimiento y práctica que es articulado de modo parcial y fragmentario con procesos contemporáneos, tales como: la creciente ganaderización de la Lacandona, la contraposición entre esta actividad y la normatividad conservacionista, o los limitados alcances en la actuación de las autoridades ambientales. Esta explicación permite a quienes la comparten, entre otras múltiples dinámicas, relacionarse con y ejercer la autoridad. Como sugiere la narración, en este caso los pobladores logran —y requieren— guardar distancia respecto a las autoridades ambientales: los jaguares que atacan al ganado no corresponden a la fauna silvestre sobre la que éstas tienen jurisdicción; sino son la expresión de conflictos entre vecinos de la región, de los que las autoridades ignoran los pormenores.

Paradójicamente, en la valoración de los especialistas ambientales, los jaguares atacan al ganado debido a la deforestación que implica la conversión del uso de suelo; lo que a su vez representa la disminución de las especies silvestres de las que se alimentan estos animales. En este punto la perspectiva de los especialistas ambientales y la de algunos pobladores pareciera rozarse: en un caso, los ataques son producto de la afectación moderna al entorno, lo que resultaría en una situación crítica para los felinos; mientras en el otro, no hay un punto de separación entre “lo natural” y “lo social”: los jaguares que causan daño serían la manifestación de personas —y lo dramático sería no la afectación al entorno, sino la situación de la gente que pierde un recurso fundamental.

Por lo demás, esta concepción de las personas, el poder y la autoridad corresponde a uno de los repertorios explicativos y prácticos de los que disponen los pobladores. Como parte de ello, no todos los habitantes de la región comparten la perspectiva de “los dueños” de los jaguares —en E. Zapata se trata de una minoría de pobladores—. En relación con lo cual baste aquí referir los discursos y preceptos religiosos —v. gr., la persona como poseedora de un alma[26] —; el modo en que, como se ha mostrado, procesos semejantes pueden ser leídos —y representados— en clave productivista —lo que representa todo un aprendizaje y apropiación—; o bien algunos de los presupuestos del propio discurso ambiental —por ejemplo, aunque la naturaleza y la sociedad están correlacionadas, se trata de ámbitos que pueden distinguirse—. Repertorio de discursos con los que se relacionan —y constituyen a— estos sujetos.

Conclusiones

Sin pretender especular en torno al futuro de la cacería en Rebima, he de destacar el carácter productivo que tiene la participación de los pobladores en el entramado ambiental desplegado regionalmente. En este caso, los habitantes de E. Zapata se muestran como sujetos parcialmente delineados por el régimen ambiental, pero también quienes lo delimitan de modos estratégicos, entre otros momentos, al simular el cumplimiento de las tenues normas en la materia; presionar a las autoridades para recibir mayores recursos y así cumplir las crecientes restricciones ambientales; efectuar asambleas para acotar en mayor medida las prácticas —ante la insistencia de los gestores y autoridades del ramo—; e incluso, distinguir entre la cacería de animales que les resultan benéficos —los saraguatos— y aquellos que los afectan en sus propiedades y personas —los jaguares o las serpientes—. De modo que el régimen parcialmente común de entendimiento y práctica (Roseberry, 2002 [1994]) —lo ambiental— no cancela las disputas ni la producción de diferencias. Más bien las enmarca y mantiene en una relación de inteligibilidad.

El hecho de que hasta el presente, 2017, en la Selva Lacandona, entre otras regiones estratégicas, no se haya logrado, ya no digamos eliminar, sino medianamente disminuir la cacería de los felinos que atacan al ganado, no debe ser considerado como un vacío en las políticas ambientales. Más bien se trata de un nuevo y vasto campo de intervención: la muerte de los jaguares da vida a nuevos programas, tecnologías, ONG, flujo de capitales. Así, por ejemplo, recientemente se ha implementado en la región —como en otras partes del país— un seguro económico para el ganado, en contra de los ataques de grandes felinos.[27] A lo cual se ha añadido una suerte —para decirlo sin ninguna originalidad— de panóptico ambiental: un sistema de cámaras fotovoltaicas colocado en distintos puntos estratégicos de Rebima que permite monitorear a la fauna. Lo cual también tiene efectos en la población, la que se sabe tenuemente observada —como dijera un poblador de E. Zapata: “ahí sale hasta cuando va uno a orinar al monte”.[28]

De igual forma, la cacería de grandes felinos por parte de campesinos y ganaderos en diferentes regiones de México ha despertado la preocupación de ONG internacionales. Tal como la organización Panthera —de origen estadunidense—, cuya misión es explorar la jungla mexicana de instancias de gobierno para rescatar a los jaguares de los bárbaros nativos. Ello corresponde a una nueva ocasión de desplegar un conjunto de relaciones, conocimientos, tecnologías y recursos. Como señala Ferguson (1994 [1990]), la resistencia a las intervenciones es parte de lo que configura el sentido de las mismas (ibídem: 13). Pero el asunto va más allá, lo socioambiental no es parte de una producción vertical, expresada en términos de implementadores y receptores; ni monopolio de los “tomadores de decisiones”. Si no, en este caso, el resultado de vínculos y distancias entre diferentes sujetos e intereses que se posan sobre el presente territorio estratégico.

Para cerrar este recuento de anécdotas y viñetas en torno a las prácticas de cacería por habitantes de Rebima, he de remitirme a la imagen del jaguar vendido a un militar en 2012 en San Quintín. Desde mi perspectiva, este último ejido pareciera corresponder a una suerte de “caso de control” frente a E. Zapata, en relación con el grado de asunción y vinculación de los pobladores con las medidas ambientales. Como en el periodo álgido de la colonización, las prácticas de los sujetos no pueden juzgarse con nuestros propios marcos de entendimiento, sino se requiere rasgar el velo del supuesto consenso en las intervenciones ambientales y comenzar a sondear las profundas distancias, diferencias y desigualdades que aquí están en juego.

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Notas

* Doctor en Ciencias Sociales por el Colegio de Michoacán (2016). En 2017 obtuvo el premio Premio Jan de Vos, a la mejor tesis doctoral sobre el sureste de México. Actualmente realiza el postdoctorado en la maestría en Antropología sociocultural del Instituto de Ciencias y Humanidades Alfonso Vélez Pliego, BUAP. Temas de interés: conformación de sujetos y subjetividades en torno a intervenciones como: políticas de colonización, reparto agrario y medidas ambientales, http://orcid.org/0000-0001-8135-2056, correo e.: coniklecoy@hotmail.com Fecha de recepción: 25 01 18; 2a versión: 06 08 18; Fecha de aceptación: 10 08 18.

Nota del editor: se respeta la versión final (23 10 18) sugerida por el autor.

1 Localidad en la que realicé mi investigación doctoral entre 2010 y 2015 acerca de la relación de sus pobladores con distintas políticas ambientales: el despliegue de la Rebima, el ecoturismo y el programa de Pago por Servicio Ambientales, PSA (Megchún, 2016). De ella se deriva el presente artículo, como parte de los datos que obtuve y no retomé del todo en aquel trabajo.

2 Con la generosa colaboración de Marta Martín Gabaldón.

3 Los habitantes del primer ejido son hablantes de ch’ol y de tzotzil, y proceden de los municipios de Sabanilla y Huitiupán, en el norte de la entidad; mientras los del segundo son hablantes de tzeltal y proceden de la localidad San Martín Abasolo, en el municipio de Ocosingo, Chiapas.

4 Por tratarse de un cachorro no puede distinguirse con exactitud si se trata de un tigrillo (Leopardus wiedii), o bien de un ocelote (Leopardus pardalis), ya que a temprana edad estas especies suelen confundirse. En la foto he retocado al felino para resaltarlo, y he borrado la identidad del militar por no ser el poseedor del animal.

5 Todos los nombres de las personas referidas en el texto son ficticios, en aras de preservar la identidad de los sujetos. En el documento las comillas indican fragmentos de testimonios de los pobladores, salvo que se trate de una clara cita bibliográfica.

6 El cuartel de San Quintín es el complejo militar más grande al interior de la Lacandona, y a él está adscrito el 38 Batallón de Infantería.

7 Sobre la colonización de la Lacandona puede verse, entre otros, Leyva y Ascencio (1996), De Vos (2002), Rodés (2011), Cano (2013). En buena medida la colonización de la región continuó a lo largo de los decenios de los ochenta y noventa del siglo pasado, sólo que entonces disminuyó la intensidad de los flujos poblacionales, en gran medida porque la formación de nuevos asentamientos no contó con el aval de las autoridades agrarias. Por ello aquí se ha acotado el periodo hasta el decenio de los setenta.

8 Según R. Elier (traductor de Bowler, 1998 [1992]: 2), “en la traducción descuidada del inglés … es frecuente la confusión del ecólogo, ecologist, con el ecologista, environmentalist … El ecólogo realiza un trabajo científico … [mientras] el ecologista … suele ser un militante de la lucha contra el deterioro del medio, no necesariamente con grado académico, aunque su habla esté saturada de términos técnicos no siempre bien aplicados … [Este último] realiza una actividad política que con frecuencia se toma por … científica”. Al referir la intersección entre política, ciencia y activismo, cabe puntualizar que en el trabajo no se busca distinguir al “ambientalismo” [que pudiera ser entendido como el variopinto movimiento ecologista] de los mecanismos y políticas “ambientales”, pues no se considera que haya marcadas diferencias epistémicas entre uno y otro tipo de prácticas y actores involucrados. Para mayor precisión, aquí se entiende “lo ambiental” como toda valoración, referencia o práctica que, directa o indirectamente, se remita al concepto de medioambiente procedente de la biología o la ecología.

9 La presente es una periodización que no pretende ser exacta en los años, en cuanto pueden reconocerse claros traslapes en los periodos.

10 Tales como cultivo de “cercas vivas”, fomento a la apicultura, mantenimiento de senderos ecológicos.

11 El sentido de las recientes intervenciones es resultado de un contexto más amplio: el despliegue de regímenes de gobierno caracterizados, entre otros elementos, por políticas focalizadas a poblaciones y territorios estratégicos —como los habitantes de lugares megadiversos—; la conjunción jerárquica de los mercados, el estado y la sociedad civil; así como la colonización de múltiples campos de conocimiento y práctica por consideraciones y tratamientos ambientales —producto de claros conflictos ecológicos a escala global.

12 Actor emblemático en la conservación de la fauna chiapaneca, ya que dinamizó el Museo de Historia Natural de la entidad, publicó cerca de una decena de libros sobre la fauna de Chiapas, y fundó el zoológico de especies regionales, Zoomat, en la capital del estado (De Vos, 2003:213-214).

13 Tal como estos hablantes de lenguas indígenas llaman, entre otros ecosistemas, a “la selva”, como analiza de modo profundo Cano (2013).

14 Así, por ejemplo, la prohibición de “talar árboles … que no sean para autoconsumo”, lo cual es “violado” irremisiblemente al rotar las áreas de cultivo.

15 En el capítulo de “prohibiciones” del Programa de Manejo se establece: “En la Reserva queda estrictamente prohibido [entre otras prácticas…]: Las actividades de pesca y cacería, sin autorización de la SEMARNAP, con excepción de las de autoconsumo y de las de pesca deportivorecreativa siempre y cuando esta última se realice desde tierra” (INE, 2000: 115).

16 En relación con los ofidios, los habitantes de la región parecieran hacer pocas distinciones en los tipos de serpientes al, en general, matar a todas por igual. En una ocasión caminé acompañado por un habitante de Rosario Río Blanco, desde esa localidad hasta La Realidad —en un trayecto de varias horas—. A mitad del camino encontramos una boa recién muerta por un machete campesino. Al comentar a mi acompañante que esas serpientes eran benignas porque carecían de veneno y acababan con las víboras peligrosas, se mostró completamente sorprendido con la información.

17 Los ejidos referidos en el artículo corresponden, en general, a la Zona de Aprovechamiento Sustentable de los Recursos Naturales.

18 En 2001 supe que en la localidad de Ibarra —cuyos pobladores son hablantes de tzeltal—, distante de Zapata aproximadamente veinticinco km, los habitantes no cazan saraguato porque, según consideran, su llanto atrae a las lluvias. De modo que el saraguato resulta una especie cargada de simbolismo entre los pobladores de la región: estimulante sexual, factor que evita las sequías y, actualmente, muestra de la conservación ambiental.

19 Lo cual se refiere a una serie de acuerdos al interior del ejido y en relación con las autoridades ambientales —específicamente con las encargadas del muy reciente programa de PSA, lo que se aborda adelante.

20 Desde cualquier perspectiva he de reconocer que la pregunta estuvo sesgada, en cuanto la formulación sugería un juicio de valor sobre el hecho.

21 Este programa es manejado por la Comisión Nacional Forestal, Conafor, y básicamente consiste en un contrato, por un periodo de cinco años, entre la Comisión y los propietarios de terrenos que tengan cierto grado de conservación arbórea —generalmente correspondientes a ejidos—; mediante el cual, las autoridades efectúan pagos anuales a los dueños de los terrenos por su conservación. Entre 2011 y 2016, en la Selva Lacandona el pago era de $1,000 pesos anuales por hectárea registrada. El argumento que subyace al programa es que los bosques proveen “servicios ambientales” que representan externalidades positivas, cuyo aseguramiento es alcanzado a través del pago a quienes resultan sus poseedores.

22 De conformidad con los actuales procesos de gobernanza ambiental, un buen número de intervenciones en la materia debe ser gestionado por actores privados —como los técnicos—, si bien avalado por las autoridades del ramo. Así opera el programa PSA de Conafor, promovido por gestores privados.

23 Para el periodo 2012-2017 en Emiliano Zapata se inscribieron 2,000 hectáreas. Los $2,000,000 de pesos anuales recibidos fueron repartidos entre ciento cuarenta ejidatarios. En la medida en que cada ejidatario registró distintas extensiones de terreno, el promedio recibido anualmente por ejidatario fue de $13,500 pesos (Megchún, 2016: 310).

24 Como informa el Programa de Manejo de Rebima, el Consejo surgió en 1997 “como apoyo en la canalización de problemas y requerimientos de los pobladores”, y está integrado por “representantes de los pobladores locales, organizaciones civiles —como la ONG Conservación Internacional—, instituciones de educación superior e investigación —Chapingo, Ecosur, UNAM…—, e instancias gubernamentales —Semarnap, Profepa, Sedesol (INE, 2000: 93). Para un análisis del funcionamiento de CTA véase, Durand, Figueroa yTrench (2012).

25 En relación con el calibre empleado en la persecución de jaguares cabe indicar que la mayoría de los pobladores de la región que se dedican a la caza de aves, venados y otros animales pequeños, cuentan con rifles calibre 22. Al consultar en un foro de Internet sobre cacería en México, distintos tiradores opinaron que con ese calibre es posible matar a un animal de cualquier tamaño; siempre y cuando se esté a corta distancia y se cuente con buena puntería para hacer blanco en los lugares vitales del animal. Esta cercanía con el jaguar es la que vuelve poco viable intentar cazarlo con el calibre 22 —evitada tanto por los pobladores, como por el propio animal.

26 Aunque el grado de asunción de los preceptos religiosos puede ser muy amplio y versátil, con fines informativos baste señalar que en E. Zapata están presentes cinco denominaciones o grupos religiosos: católicos, Testigos de Jehová, pentecostales, Adventistas del Séptimo Día y “sin religión” —creyentes que no forman parte de ninguna Iglesia.

27 Básicamente los afectados deben conservar el cadáver de la res para que peritos de Sagarpa —o en otros casos, de asociaciones ganaderas— determinen si, en efecto, el ataque fue obra de grandes felinos, para proceder entonces con la indemnización.

28 En el periodo en que realicé el trabajo de campo para esta investigación, 2010-2014, estas tecnologías y programas recién comenzaban, por lo que desconozco los pormenores y efectos de su implementación; lo que demanda una investigación específica.